Sergio Ramírez
Siempre tienes que recordar que la literatura depara el placer
de imaginar, y a la vez la tortura de corregir, pero ambos vienen a ser dos
caras de la misma moneda. Si las monedas de tres caras son posibles, y en la
literatura nada es imposible, entonces debo agregar el placer de hablar de la
escritura, de sus secretos y de sus mecanismos. No creo que nadie más que un
escritor disfrute contando a quienes quieren escucharlo los trabajos y los
placeres que le depara su oficio.
Imagina al primer contador de historias, y a su primer oyente,
sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo
conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio
universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer
que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito como la
predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la
butaca dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no
decir, a dejarse engañar?
Me gusta hablar en primer término de la escritura como una
necesidad apremiante. La necesidad de contar a otros lo que uno encuentra que
vale la pena contarles, sabiendo que se lo están perdiendo. Aprendí a
explicarme a mí mismo esta necesidad desde que leí algo parecido que decía
Isaac Bashevis Singer, el gran escritor judío, en una entrevista. Una necesidad
urgente, como son las necesidades físicas.
Desde mi adolescencia escribir ha sido eso, una necesidad que la
imaginación transforma en palabras; actuar de médium entre los espíritus
invisibles de lo aún no escrito, y quienes van a leerlo. Una vez oí decir a
Carlos Fuentes que al sentarse uno a escribir por la mañana, no está sino
transcribiendo los sueños de la noche anterior que no se recuerdan al despertar.
Es una buena clave para adentrarse en el misterio de la escritura, desde luego
que imágenes y personajes surgen de esa nata oscura del subconsciente, que debe
ser muy parecida a la del caldo primordial de la creación de los seres vivos,
agua, metano, amoníaco, hidrógeno en combustión, nada menos que el barro
primigenio, un mundo donde todo es informe pero tiene un destino que es el de
ser animado por un soplo. El soplo que dará vida a las criaturas de la
imaginación.
Por eso es que la escritura de una novela es un viaje incierto,
con un destino improbable por mucho que el escritor detalle su ruta en la carta
de marear; y peor, porque en algún momento de la travesía los pasajeros se
apoderarán del barco y tomarán control del derrotero. Motín a bordo. Te llevarán
a donde no quieres ir, o donde no pensabas ir. Llegarás a puerto, pero no al
que te proponías, sino a otro diferente, y algunos de los pasajeros se habrán
bajado del barco en algún punto intermedio, y otros, actores de reparto,
pasarán a ser principales.
Desde esa necesidad que no tiene sustitutos, es que se escribe.
Se la tiene o no se la tiene. Es un don, un regalo. La camisa de mil puntas
cruentas que decía Rubén; se sufre con ella puesta, pero uno no se la quitará
nunca de encima. Un regalo del cielo, y también un regalo del infierno, que te
da la facultad extraordinaria de ver lo que otros no ven, registrar los
detalles más nimios que en la composición de la página resultarán de extremada
importancia; y regalo del cielo y del infierno será también la curiosidad
insaciable que te llevará a las infidelidades, leer las cartas mal puestas,
escuchar lo que no debes para utilizarlo después en tu beneficio, es decir, en
beneficio de la escritura de invención, junto con las historias de familia
fielmente guardadas que de ninguna manera respetarás. Por eso es peligroso
contarle secretos a un escritor, porque las confidencias irán a terminar en un
cuento, o en una novela. La ética de la escritura es aprovecharlo todo, un
oficio ajeno al desperdicio.
Los temas de la literatura se cuentan con los dedos de una mano:
amor, locura, muerte, poder. El poder, que es ya una locura en sí mismo. Si
lady Macbeth hubiera sido una esposa sosegada, capaz de hacer feliz a su marido
y envejecer en paz con él, no existiría en la literatura. Existe porque
convirtió la ambición de poder en crimen. Por eso mismo no hay novelas ni sobre
la política, ni sobre la historia, ni sobre el paisaje. Hay novelas sobre los
seres humanos y sus conflictos, sobre los amores infelices, sobre las pasiones
desbordadas, sobre las ambiciones que no tienen cura. La codicia, el deseo.
Uno lo que escribe en los libros son mentiras, pero deben ser
mentiras bien contadas, en las que se pueda creer a ciegas. “Esto me pasó a mí
también”, dice el lector, y uno recibe entonces su corona de triunfo porque se
ha hecho acreedor a la credibilidad ajena. Han confiado en ti, y no los has
defraudado. Esperaban una mentira bien contada, sin fisuras, sin dobleces, y se
las ha dado. No tienen de qué quejarse. Y cuando al llegar al final del libro
el lector quisiera seguir adelante, porque se encuentra metido sin remedio en
los laberintos de ese mundo que creaste para él, y quiere vivir al lado de los
personajes, no abandonarlos, entonces tu corona es doble.
Ese lector que prefiere siempre la acción a la demora, a menos
que se trate de un cuerpo desnudo. Ese lector al que nunca debes aburrir. Dice
Billy Wilder, que hizo cine y no literatura, pero para nuestros fines viene a
ser lo mismo, que su primer mandamiento es precisamente ése, “no
aburrirás”. Ese mismo lector al que es necesario atrapar, antes de atrapar al
asesino. No sé si esto último lo oí, lo leí, o lo inventé, pero de todos modos
recomiendo no olvidarlo, tanto a los escritores maduros como a los aprendices.
Es peor que huya el lector, a que huya el asesino, eso hay que tenerlo por
regla.