El estilo
Querido amigo:
El estilo es ingrediente esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las
novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y
organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de
poder de persuasión. Ahora bien, el lenguaje novelesco no puede ser disociado de
aquello que la novela relata, el tema que se encarna en palabras, porque la única
manera de saber si el novelista tiene éxito o fracasa en su empresa narrativa es
averiguando si, gracias a su escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de
la realidad real y se impone al lector como una realidad soberana.
Es, pues, en función de lo que cuenta que una escritura es eficiente o ineficiente,
creativa o letal.
Quizás debamos comenzar, para ir ciñendo los rasgos del estilo, por
eliminar la idea de corrección. No importa nada que un estilo sea correcto o
incorrecto; importa que sea eficaz, adecuado a su cometido, que es insuflar una
ilusión de vida —de verdad— a las historias que cuenta. Hay novelistas que
escribieron correctísimamente, de acuerdo a los cánones gramaticales y estilísticos
imperantes en su época, como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez, y
otros, no menos grandes, que violentaron aquellos cánones, cometiendo toda clase de
atropellos gramaticales y cuyo estilo está lleno de incorrecciones desde el punto de
vista académico, lo que no les impidió ser buenos o incluso excelentes novelistas,
como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima. Azorín, que era un
extraordinario prosista y pese a ello un aburridísimo novelista, escribió en su
colección de textos sobre Madrid: «Escribe prosa el literato, prosa correcta, prosa
castiza, y no vale nada esa prosa sin las alcamonías de la gracia, la intención feliz, la
ironía, el desdén o el sarcasmo».
Es una observación exacta: por sí misma, la
corrección estilística no presupone nada sobre el acierto o desacierto con que se
escribe una ficción.
¿De qué depende, pues, la eficacia de la escritura novelesca? De dos atributos: su
coherencia interna y su carácter de necesidad. La historia que cuenta una novela
puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que
aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir. Un ejemplo de esto es el
monólogo de Molly Bloom, al final del Ulises (Ulysses) de Joyce, torrente caótico de
recuerdos, sensaciones, reflexiones, emociones, cuya hechicera fuerza se debe a la
prosa de apariencia deshilvanada y quebrada que lo enuncia y que conserva, por debajo de su exterior desmañado y anárquico, una rigurosa coherencia, una
conformación estructural que obedece a un modelo o sistema original de normas y
principios del que la escritura del monólogo nunca se aparta.
¿Es una exacta
descripción de una conciencia en movimiento? No. Es una invención literaria tan
poderosamente convincente que nos parece reproducir el deambular de la conciencia
de Molly cuando, en verdad, lo está inventando.
Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir «cada vez más mal».
Quería decir que, para expresar lo que anhelaba en sus cuentos y novelas, se sentía
obligado a buscar formas de expresión cada vez menos sometidas a la forma
canónica, a desafiar el genio de lengua y tratar de imponerle ritmos, pautas,
vocabularios, distorsiones, de modo que su prosa pudiera representar con más
verosimilitud aquellos personajes o sucesos de su invención.
En realidad, escribiendo
así de mal, Cortázar escribía muy bien. Tenía una prosa clara y fluida, que fingía
maravillosamente la oralidad, incorporando y asimilando con gran desenvoltura los
dichos, amaneramientos y figuras de la palabra hablada, argentinismos desde luego,
pero también galicismos, y asimismo inventando palabras y expresiones con tanto
ingenio y buen oído que ellas no desentonaban en el contexto de sus frases, más bien
las enriquecían con esas «alcamonías» (especias) que reclamaba Azorín para el buen
novelista.
La verosimilitud de una historia (su poder de persuasión) no depende
exclusivamente de la coherencia del estilo con que está referida —no menos
importante es el rol que desempeña la técnica narrativa—, pero, sin ella, o no existe o
se reduce al mínimo.
Un estilo puede ser desagradable y, sin embargo, gracias a su coherencia, eficaz.
Es el caso de un Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo. No sé si a usted, pero, a mí,
sus frases cortitas y tartamudas, plagadas de puntos suspensivos, encrespadas de
vociferaciones y expresiones en jerga, me crispan los nervios. Y, sin embargo, no
tengo la menor duda de que Viaje al final de la noche (Voyage au bout de la nuit), y
también, aunque no de manera tan inequívoca, Muerte a crédito (Mort à crédit), son
novelas dotadas de un poder de persuasión arrollador, cuyo vómito de sordidez y
extravagancia nos hipnotiza, desbaratando las prevenciones estéticas o éticas que
podamos conscientemente oponerle.
Algo parecido me ocurre con Alejo Carpentier, uno de los grandes novelistas de
la lengua española sin duda, cuya prosa, sin embargo, considerada fuera de sus
novelas (ya sé que no se puede hacer esa separación, pero la hago para que quede más
claro lo que trato de decir) está en las antípodas del tipo de estilo que yo admiro. No
me gusta nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco, el que me sugiere
a cada paso estar edificado con una meticulosa rebusca en diccionarios, esa vetusta
pasión por los arcaísmos y el artificio que alentaban los escritores barrocos del siglo
XVII. Y, sin embargo, esta prosa, cuando cuenta la historia de Ti Noel y de Henri
Christophe en El reino de este mundo, obra maestra absoluta que he leído y releído hasta tres veces, tiene un poder contagioso y sometedor que anula mis reservas y
antipatías y me deslumbra, haciéndome creer a pie juntillas todo lo que cuenta.
¿Cómo consigue algo tan formidable el estilo encorbatado y almidonado de Alejo
Carpentier? Gracias a su indesmayable coherencia y a la sensación de necesidad que
nos transmite, esa convicción que hace sentir a sus lectores que sólo de ese modo, con
esas palabras, frases y ritmos, podía ser contada aquella historia.
Si hablar de la coherencia de un estilo no resulta tan difícil, sí lo es, en cambio,
explicar aquello del carácter necesario, indispensable para que un lenguaje novelesco
resulte persuasivo. Tal vez la mejor manera de describirlo sea valiéndose de su
contrario, el estilo que fracasa a la hora de contarnos una historia pues mantiene al
lector a distancia de ella y con su conciencia lúcida, es decir, consciente de que está
leyendo algo ajeno, no viviendo y compartiendo la historia con sus personajes. Este
fracaso se advierte cuando el lector siente un abismo que el novelista no consigue
cerrar a la hora de escribir su historia, entre aquello que cuenta y las palabras con que
está contándolo. Esa bifurcación o desdoblamiento entre el lenguaje de una historia y
la historia misma aniquila el poder de persuasión.
El lector no cree lo que le cuentan,
porque la torpeza e inconveniencia de ese estilo hace a aquél consciente de que entre
las palabras y los hechos hay una insuperable cesura, un resquicio por el que se filtran
todo el artificio y la arbitrariedad sobre los que está erigida una ficción y que sólo las
ficciones logradas consiguen borrar, tornándolos invisibles.
Esos estilos fracasan porque no los sentimos necesarios; por el contrario,
leyéndolos nos damos cuenta de que esas historias contadas de otra manera, con otras
palabras, serían mejores (lo que en literatura quiere decir, simplemente, más
persuasivas).
Jamás tenemos esa sensación de dicotomía entre lo contado y las
palabras que lo cuentan en los relatos de Borges, las novelas de Faulkner o las
historias de Isak Dinesen. El estilo de estos autores, muy diferentes entre sí, nos
persuade porque en ellos las palabras, los personajes y cosas constituyen una unidad
irrompible, algo que no concebimos siquiera que pudiera disociarse. A esa perfecta
integración entre «fondo» y «forma» aludo cuando hablo de ese atributo de necesidad
que tiene una escritura creadora.
Ese carácter necesario del lenguaje de los grandes escritores se detecta, por
contraste, por lo forzado y falso que resulta en los epígonos. Borges es uno de los
más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya
producido en el siglo XX.
Por eso mismo ha ejercido una influencia grande, y, si usted
me permite, a menudo nefasta. El estilo de Borges es inconfundible, dotado de
extraordinaria funcionalidad, capaz de dar vida y crédito a su mundo de ideas y
curiosidades de refinado intelectualismo y abstracción, donde los sistemas filosóficos,
las disquisiciones teológicas, los mitos y símbolos literarios y el quehacer reflexivo y
especulativo así como la historia universal contemplada desde una perspectiva
eminentemente literaria conforman la materia prima de la invención.
El estilo
borgeano se adecua y funde con esa temática en aleación indivisible, y el lector siente, desde las primeras frases de sus cuentos y de muchos de sus ensayos que
tienen la inventiva y soberanía de verdaderas ficciones, que ellos sólo podían haber
sido contados así, con ese lenguaje inteligente e irónico, de matemática precisión —
ninguna palabra falta, ninguna sobra—, de fría elegancia y aristocráticos desplantes,
que privilegia el intelecto y el conocimiento sobre las emociones y los sentidos, juega
con la erudición, hace del alarde una técnica, elude toda forma de sentimentalismo e
ignora el cuerpo y la sensualidad (o los divisa, lejanísimos, como manifestaciones
inferiores de la existencia humana) y se humaniza gracias a la sutil ironía, fresca brisa
que aligera la complejidad de los razonamientos, laberintos intelectuales o barrocas
construcciones que son casi siempre los temas de sus historias.
El color y la gracia de
ese estilo está sobre todo en su adjetivación, que sacude al lector con su audacia y
excentricidad («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), con sus violentas e
insospechadas metáforas, esos adjetivos o adverbios que, además de redondear una
idea o destacar un trazo físico o psicológico de un personaje, a menudo se bastan para
crear la atmósfera borgeana. Ahora bien, precisamente por su carácter necesario, el
estilo de Borges es inimitable. Cuando sus admiradores y seguidores literarios se
prestan de él sus maneras de adjetivar, sus irreverentes salidas, sus burlas y
desplantes, éstos chirrían y desentonan, como esas pelucas mal fabricadas que no
llegan a pasar por cabelleras y proclaman su falsedad bañando de ridículo a la infeliz
cabeza que recubren. Siendo Jorge Luis Borges un formidable creador, no hay nada
más irritante y molesto que los «borgecitos», imitadores en los que por esa falta de
necesidad de la prosa que miman lo que en aquél era original, auténtico, bello,
estimulante, resulta caricatural, feo e insincero. (La sinceridad o insinceridad no es,
en literatura, un asunto ético sino estético.)
Cosa parecida le ocurre a otro gran prosista de nuestra lengua, Gabriel García
Márquez. A diferencia del de Borges, su estilo no es sobrio sino abundante, y nada
intelectualizado, más bien sensorial y sensual, de estirpe clásica por su casticismo y
corrección, pero no envarado ni arcaizante, más bien abierto a la asimilación de
dichos y expresiones populares y a neologismos y extranjerismos, de rica musicalidad
y limpieza conceptual, exento de complicaciones o retruécanos intelectuales. Calor,
sabor, música, todas las texturas de la percepción y los apetitos del cuerpo se
expresan en él con naturalidad, sin remilgos, y con la misma libertad respira en él la
fantasía, proyectándose sin trabas hacia lo extraordinario.
Leyendo Cien años de
soledad o El amor en los tiempos del cólera nos abruma la certidumbre de que sólo
contadas con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esas historias resultan creíbles,
verosímiles, fascinantes, conmovedoras; que, separadas de ellas, en cambio, no
hubieran podido hechizarnos como lo hacen, porque esas historias son las palabras
que las cuentan.
La verdad es que esas palabras son las historias que cuentan, y, por ello, cuando
otro escritor se presta ese estilo, la literatura que resulta de esa operación suena falaz,
mera caricatura. Después de Borges, García Márquez es el escritor más imitado de la lengua, y aunque algunos de sus discípulos han llegado a tener éxito, es decir muchos
lectores, su obra, por más aprovechado que sea el discípulo, no vive con vida propia,
y su carácter ancilar, forzado, asoma de inmediato.
La literatura es puro artificio, pero
la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata.
Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo que sé sobre el estilo,
en vista de esas perentorias exigencias de consejos prácticos de su carta, le doy éste:
ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted
quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es imposible tener
un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la
medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los
novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en
todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las
siente lícitas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las
figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo
personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus
historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir.
Buscar y encontrar el estilo propio es posible.
Lea usted la primera y la segunda
novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos (Mosquitoes) y la notable
Banderas sobre el polvo (Flags in the Dust), la primera versión de Sartoris, el
escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre
religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert
también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San
Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary,
donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda
la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones,
en pos de una «ilusión de realidad» que, en efecto, conseguiría de manera inigualable
en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra
maestra.
No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del
mot juste. La palabra justa era aquella —única— que podía expresar cabalmente la
idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había
encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste
perfecto entre forma y fondo —entre palabra e idea— se traducía en armonía
musical. Por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de «la gueulade» (de
la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña
alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des
gueulades (la alameda del vocerío).
Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el
oído le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta
alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la
alcanzó.
¿Recuerda usted el verso de Rubén Darío: «Una forma que no encuentra mi
estilo»? Durante mucho tiempo me desconcertó este verso, porque ¿acaso el estilo y la forma no son la misma cosa? ¿Cómo se puede buscar una forma, teniéndola ya?
Ahora entiendo mejor que sí es posible, porque, como le dije en una carta anterior, la
escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la
técnica, pues las palabras no se bastan para contar buenas historias. Pero esta carta se
ha prolongado demasiado y sería prudente dejar este asunto para más adelante.
Un abrazo.
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viernes, 17 de febrero de 2017
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