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sábado, 15 de abril de 2017

LA CUENTISTICA EN LA CIUDAD DE SANTIAGO DE LOS CABALLEROS





LA CUENTISTICA DE SANTIAGO
Por: Agustin Grullon.

Antes de empezar a hablar sobre el género cuento, conviene saber qué es un cuento. La cuestión resulta tan engorrosa que los grandes especialistas del mismo aún no han logrado ponerse de acuerdo al respecto, hasta tal punto, que es acaso el género más controversial de la literatura. Unos, por ejemplo, dicen que el cuento es sólo una narración breve que puede leerse de un tirón; otros, que es el relato de un solo hecho que no admite disgregación en la acción; y otros más, dicen que el cuento es una novela en síntesis. Inclusive, se ha dicho por parte de voces autorizadas en la materia –como el gran cuentista guatemalteco Augusto Monterroso, por ejemplo– que nadie sabe con precisión qué es un cuento.
El primero que tuvo el honor de teorizar sobre el género fue el estadounidense Edgar Allan Poe con su ensayo “La filosofía de la composición”. Otros grandes teóricos son el uruguayo Horacio Quiroga, el dominicano Juan Bosch, los argentinos Julio Cortázar y Enrique Anderson Imbert, y el peruano Julio Ramón Ribeyro.
El primer cuento que se conoce de la literatura dominicana es “El garito” (1854), de Javier Angulo Guridi. Es, sin embargo, un trabajo deficiente desde el punto de vista de las más aceptadas constantes del cuento. De hecho, aun a finales de siglo XIX y principios del XX la literatura dominicana no produjo ningún cuento propiamente dicho; se trataba sólo de relatos de carácter popular y folclórico, anécdotas, estampas y cuadros de costumbres.
El cuento en Santiago entró en 1926 con la publicación de “El hombre que había perdido su eje”, del gran poeta Tomás Hernández Franco, lo cual es de tomar en cuanta puesto que ni siquiera se había publicado “Camino Real” (1933) de Juan Bosch, que es considerado el primer libro de cuentos que produjo la literatura dominicana. “El hombre que había perdido su eje” fue publicado por vez primera en París, Francia, con una tirada muy mínima de ejemplares y se mantuvo prácticamente inédito en nuestro país hasta poco después de la muerte del autor, ocurrida en 1952. Se trata de cuentos poderosamente vanguardistas, aunque a veces rayando en lo anecdótico y lo rural. En 1951 se publicó otro libro de cuentos del autor titulado “Cibao”, que está compuesto por algunos cuentos verdaderamente magistrales. Su trayectoria como poeta fue tan vital que ha ensombrecido su faceta de cuentista. Fue, sin embargo, un cuentista visionario que se adelantó a su tiempo con unos cuentos lejos de la usanza de la época. Y aún no se le ha dado el sitial que merece en la cuentística nacional.
Un santiaguero contemporáneo de Tomás Hernández Franco lo fue Manuel del Cabral, el cual también es más conocido como poeta que como cuentista. Del Cabral publicó el libro “Chinchina busca el tiempo” en Argentina, donde residía, en 1945, un libro de carácter misceláneo e inclasificable compuesto sobre todo por poemas en prosa y algunos cuentos muy breves. Posteriormente publicó “Cuentos” (1976) y “Cuentos cortos con pantalones largos” (1981), libros en los cuales también reúne cuentos de carácter híbrido y altamente imaginativos; son cuentos muy breves, más conocidos como minicuento o minificción. El libro le mereció el elogio de la chilena Gabriela Mistral quien dijo que se trataba de un libro superior a “Platero y yo”, de Juan Ramón Jiménez.
Manuel del Cabral es uno de los máximos representantes del cuento fantástico en la literatura dominicana. Otra figura representativa del cuento fantástico es Virgilio Díaz Grullón, el más grande cuentista de Santiago de todos los tiempos y el segundo más destacado de la cuentística dominicana, solo superado por Juan Bosch, que ocupa el primer puesto entre los cuentistas dominicanos. Díaz Grullón obtuvo el premio nacional de cuentos de 1958 con “Un día cualquiera”. Es también autor de los libros de cuentos “Crónicas de Altocerro” (1966) y “Más allá del espejo” (1975). En 1981 dio a conocer el libro “De niños, hombres y fantasmas”, el cual reúne sus tres libros de cuentos, “Los Algarrobos también sueñan” (1977) -su única novela- y algunos cuentos inéditos. Sus cuentos son muy intensos, casi siempre de carácter psicológico y fantástico. En ellos se pone de manifiesto la angustia existencial del hombre del siglo XX y, entre otros, los problemas del hombre del campo al ponerse en contacto con la ciudad.
En 1948 nacieron en Santiago dos cuentistas notables, Rafael Castillo Alba y José Enrique García. El primero, por ejemplo, es autor de uno de los mejores libros de cuentos de la literatura dominicana contemporánea: “La viuda de Martín Contreras y otros cuentos” (1981), con el cual obtuvo el Premio Nacional de Cuentos de ese año. En una encuesta en la que fueron consultados veintiún escritores dominicanos sobre cuáles eran los mejores cuentos dominicanos del siglo xx, el cuento de Castillo Alba titulado “La viuda de Martín Contreras” estuvo entre los veinticinco cuentos con más votos a favor, y junto a los otros cuentos seleccionados fue incluido en la antología “Contándonos 25 cuentos dominicanos”, siendo Castillo Alba el único escritor vivo de Santiago en pertenecer a dicha antología.
Los cuentos de Castillo Alba están escritos con un lenguaje popular y están ambientados en una geografía en consonancia con lo rural. Sus cuentos se nutren de lo rural y lo tradicional y, al mismo tiempo, se ponen en consonancia con los más avanzados procedimientos narrativos. Buena muestra de la riqueza de leguaje del autor son los cuentos titulados “Pichones de cuyaya” y “La viuda de Martín Contreras”. Castillo Alba es una especie de Juan Rulfo dominicano, y además, sólo ha dado a la publicidad (que sepamos nosotros) un único libro de cuentos.
En cuanto a José Enrique García, es bueno saber que se trata del primer escritor dominicano en haber logrado publicar un libro bajo el prestigioso sello editorial Alfaguara. Es más conocido como novelista, pero es también un buen cuentista. Una buena muestra de ello es el libro “Contando lo que pasa”. Su cuento más conocido es “Oficio de ocioso”, un cuento bien facturado y muy bellamente escrito; un cuento de carácter quijotesco y con elementos de la literatura del absurdo en que el personaje central, Lucas, un mensajero de una oficina de Presupuesto, comienza a leer con voracidad los más diversos libros de la literatura policíaca, y que, similar a lo que le ocurriría al personaje de Cervantes con los libros de caballerías, terminaría convirtiéndose él mismo en “detective”, hasta que finalmente fue descubierto tras descubrir los negocios oscuros que operaban en la empresa para la que laboraba como mensajero y, poco después, encontrado muerto.
En los Estados Unidos reside uno los mejores cuentistas originarios de Santiago: José Acosta, uno de los autores más significativos de la llamada diáspora dominicana. Es acaso el cuentista de Santiago que más concursos literarios ha ganado. Sus cuentos, los cuales se ajustan nítidamente a las normas y reglas más aceptadas del género, reflejan muchas veces la angustia del hombre contemporáneo frente a la tecnología, la prostitución, el desarraigo, la violencia y otros problemas sociales.
Uno de los más grandes cuentistas de Santiago es Luis R. Santos. Autor, entre otros, de “Tienes que matar al perro” y “Noche de Mala Luna” dos magníficos libros de cuentos. Sus trabajos son realistas pero siempre muestran la realidad más excepcional, y sin caer en la inverosimilitud. El descalabro social, la violencia, la prostitución, los problemas de los inmigrantes, los problemas domésticos, el desamor, la violencia…
En esa misma dirección, pero con un estilo diferente, se mueve el narrador Máximo Vega, quien es uno de los cuentistas más originales de Santiago; un cuentista experimental y, al mismo tiempo, experimentado. Es uno de los escritores de Santiago de más vasta lectura y uno de los que más sabe de literatura. Sus cuentos reflejan los problemas ontológicos y existenciales del hombre contemporáneo, la angustia existencial, el descalabro social, la prostitución, la violencia, lo grotesco y lo patético, los problemas del absurdo.
Un cuentista descollante de Santiago es Rafael P. Rodríguez. Es más conocido como poeta, pero es evidente que se tratad e un autor que se mueve con pericia tanto en el género poesía como en el cuento y el ensayo. Es muy rebelde y experimental en la poesía y el ensayo, sin embargo en el cuento no se ha mostrado tan original e independiente. Su cuento más conocido es “Remigio Cárdenas”. Sus cuentos mayormente reflejan los problemas existenciales del hombre rural y provincial, casi de forma análoga a Rafael Castillo Alba. Pero la angustia, la interioridad del hombre de campo es reflejada por este autor de con una hondura y precisión que muy pocos narradores de Santiago han logrado.
En la década de los noventas se publicaron los libros de cuentos de Pedro Pablo Marte: ´´Chanzas´´ y ´´D’ Maestros´´. El cuento que da nombre al primer libro, ´´Chanzas´´, en su momento se hizo tan popular en algunos círculos literarios de Santiago que hay lectores que llaman al autor Pedro Pablo Chanzas. Aunque se trata de cuentos prometedores, no se ha vuelto a conocer otro libro de cuentos el autor. Tiene el mérito del ser el uno escritor de Santiago que se ha atrevido a teorizar sobre el género cuento, siendo autor de unos curiosos opúsculos sobre el cuento.
Uno de los libros de cuentos más prometedores de Santiago en el presente siglo, lo publicó Rosa Silverio, titulado “A los delincuentes hay que matarlos”. Aunque son relatos que evidencian no estar trabajados con la dedicación y la maestría con que la autora ha trabajado sus composiciones poéticas, es obvio que hay entre ellos cuentos de notable sensibilidad artística y de gran creatividad. Razón por la cual estamos a la espera de otro libro de cuentos de la autoría de esta notable poeta y cuentista. Sus cuentos tratan los temas de incomprensión, el amor, el incesto, el lesbianismo, la angustia.
En fin, son numerosos los cuentistas de Santiago más destacados y ponernos a mencionarlos a todos sería imposible. Sin duda, faltan nombres ilustres. Pero el mejor tributo a los cuentistas que mencioné y a los que no mencioné, es leer sus libros. Además, la mejor apreciación de ellos, no es la que nosotros hemos hecho aquí, sino la que conforme a sus respectivos gustos harían ustedes como lectores frente a los libros de los cuentistas de Santiago. A si que, a leer cuanto antes a los cuentistas de Santiago. No se arrepentirán.
Muchas gracias…

Conferencia dada en el mes de abril en al Universidad Para Adulto (UAPA).

















viernes, 17 de febrero de 2017

EL ESTILO, MARIO VARGAS LLOSA

El estilo Querido amigo:

 El estilo es ingrediente esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de poder de persuasión. Ahora bien, el lenguaje novelesco no puede ser disociado de aquello que la novela relata, el tema que se encarna en palabras, porque la única manera de saber si el novelista tiene éxito o fracasa en su empresa narrativa es averiguando si, gracias a su escritura, la ficción vive, se emancipa de su creador y de la realidad real y se impone al lector como una realidad soberana. Es, pues, en función de lo que cuenta que una escritura es eficiente o ineficiente, creativa o letal.

 Quizás debamos comenzar, para ir ciñendo los rasgos del estilo, por eliminar la idea de corrección. No importa nada que un estilo sea correcto o incorrecto; importa que sea eficaz, adecuado a su cometido, que es insuflar una ilusión de vida —de verdad— a las historias que cuenta. Hay novelistas que escribieron correctísimamente, de acuerdo a los cánones gramaticales y estilísticos imperantes en su época, como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez, y otros, no menos grandes, que violentaron aquellos cánones, cometiendo toda clase de atropellos gramaticales y cuyo estilo está lleno de incorrecciones desde el punto de vista académico, lo que no les impidió ser buenos o incluso excelentes novelistas, como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima. Azorín, que era un extraordinario prosista y pese a ello un aburridísimo novelista, escribió en su colección de textos sobre Madrid: «Escribe prosa el literato, prosa correcta, prosa castiza, y no vale nada esa prosa sin las alcamonías de la gracia, la intención feliz, la ironía, el desdén o el sarcasmo».

 Es una observación exacta: por sí misma, la corrección estilística no presupone nada sobre el acierto o desacierto con que se escribe una ficción. ¿De qué depende, pues, la eficacia de la escritura novelesca? De dos atributos: su coherencia interna y su carácter de necesidad. La historia que cuenta una novela puede ser incoherente, pero el lenguaje que la plasma debe ser coherente para que aquella incoherencia finja exitosamente ser genuina y vivir. Un ejemplo de esto es el monólogo de Molly Bloom, al final del Ulises (Ulysses) de Joyce, torrente caótico de recuerdos, sensaciones, reflexiones, emociones, cuya hechicera fuerza se debe a la prosa de apariencia deshilvanada y quebrada que lo enuncia y que conserva, por debajo de su exterior desmañado y anárquico, una rigurosa coherencia, una conformación estructural que obedece a un modelo o sistema original de normas y principios del que la escritura del monólogo nunca se aparta.

¿Es una exacta descripción de una conciencia en movimiento? No. Es una invención literaria tan poderosamente convincente que nos parece reproducir el deambular de la conciencia de Molly cuando, en verdad, lo está inventando. Julio Cortázar se jactaba en sus últimos años de escribir «cada vez más mal». Quería decir que, para expresar lo que anhelaba en sus cuentos y novelas, se sentía obligado a buscar formas de expresión cada vez menos sometidas a la forma canónica, a desafiar el genio de lengua y tratar de imponerle ritmos, pautas, vocabularios, distorsiones, de modo que su prosa pudiera representar con más verosimilitud aquellos personajes o sucesos de su invención.

 En realidad, escribiendo así de mal, Cortázar escribía muy bien. Tenía una prosa clara y fluida, que fingía maravillosamente la oralidad, incorporando y asimilando con gran desenvoltura los dichos, amaneramientos y figuras de la palabra hablada, argentinismos desde luego, pero también galicismos, y asimismo inventando palabras y expresiones con tanto ingenio y buen oído que ellas no desentonaban en el contexto de sus frases, más bien las enriquecían con esas «alcamonías» (especias) que reclamaba Azorín para el buen novelista. La verosimilitud de una historia (su poder de persuasión) no depende exclusivamente de la coherencia del estilo con que está referida —no menos importante es el rol que desempeña la técnica narrativa—, pero, sin ella, o no existe o se reduce al mínimo.

Un estilo puede ser desagradable y, sin embargo, gracias a su coherencia, eficaz. Es el caso de un Louis-Ferdinand Céline, por ejemplo. No sé si a usted, pero, a mí, sus frases cortitas y tartamudas, plagadas de puntos suspensivos, encrespadas de vociferaciones y expresiones en jerga, me crispan los nervios. Y, sin embargo, no tengo la menor duda de que Viaje al final de la noche (Voyage au bout de la nuit), y también, aunque no de manera tan inequívoca, Muerte a crédito (Mort à crédit), son novelas dotadas de un poder de persuasión arrollador, cuyo vómito de sordidez y extravagancia nos hipnotiza, desbaratando las prevenciones estéticas o éticas que podamos conscientemente oponerle.

Algo parecido me ocurre con Alejo Carpentier, uno de los grandes novelistas de la lengua española sin duda, cuya prosa, sin embargo, considerada fuera de sus novelas (ya sé que no se puede hacer esa separación, pero la hago para que quede más claro lo que trato de decir) está en las antípodas del tipo de estilo que yo admiro. No me gusta nada su rigidez, academicismo y amaneramiento libresco, el que me sugiere a cada paso estar edificado con una meticulosa rebusca en diccionarios, esa vetusta pasión por los arcaísmos y el artificio que alentaban los escritores barrocos del siglo XVII. Y, sin embargo, esta prosa, cuando cuenta la historia de Ti Noel y de Henri Christophe en El reino de este mundo, obra maestra absoluta que he leído y releído hasta tres veces, tiene un poder contagioso y sometedor que anula mis reservas y antipatías y me deslumbra, haciéndome creer a pie juntillas todo lo que cuenta. ¿Cómo consigue algo tan formidable el estilo encorbatado y almidonado de Alejo Carpentier? Gracias a su indesmayable coherencia y a la sensación de necesidad que nos transmite, esa convicción que hace sentir a sus lectores que sólo de ese modo, con esas palabras, frases y ritmos, podía ser contada aquella historia.

Si hablar de la coherencia de un estilo no resulta tan difícil, sí lo es, en cambio, explicar aquello del carácter necesario, indispensable para que un lenguaje novelesco resulte persuasivo. Tal vez la mejor manera de describirlo sea valiéndose de su contrario, el estilo que fracasa a la hora de contarnos una historia pues mantiene al lector a distancia de ella y con su conciencia lúcida, es decir, consciente de que está leyendo algo ajeno, no viviendo y compartiendo la historia con sus personajes. Este fracaso se advierte cuando el lector siente un abismo que el novelista no consigue cerrar a la hora de escribir su historia, entre aquello que cuenta y las palabras con que está contándolo. Esa bifurcación o desdoblamiento entre el lenguaje de una historia y la historia misma aniquila el poder de persuasión.

El lector no cree lo que le cuentan, porque la torpeza e inconveniencia de ese estilo hace a aquél consciente de que entre las palabras y los hechos hay una insuperable cesura, un resquicio por el que se filtran todo el artificio y la arbitrariedad sobre los que está erigida una ficción y que sólo las ficciones logradas consiguen borrar, tornándolos invisibles. Esos estilos fracasan porque no los sentimos necesarios; por el contrario, leyéndolos nos damos cuenta de que esas historias contadas de otra manera, con otras palabras, serían mejores (lo que en literatura quiere decir, simplemente, más persuasivas).

Jamás tenemos esa sensación de dicotomía entre lo contado y las palabras que lo cuentan en los relatos de Borges, las novelas de Faulkner o las historias de Isak Dinesen. El estilo de estos autores, muy diferentes entre sí, nos persuade porque en ellos las palabras, los personajes y cosas constituyen una unidad irrompible, algo que no concebimos siquiera que pudiera disociarse. A esa perfecta integración entre «fondo» y «forma» aludo cuando hablo de ese atributo de necesidad que tiene una escritura creadora. Ese carácter necesario del lenguaje de los grandes escritores se detecta, por contraste, por lo forzado y falso que resulta en los epígonos. Borges es uno de los más originales prosistas de la lengua española, acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX.

Por eso mismo ha ejercido una influencia grande, y, si usted me permite, a menudo nefasta. El estilo de Borges es inconfundible, dotado de extraordinaria funcionalidad, capaz de dar vida y crédito a su mundo de ideas y curiosidades de refinado intelectualismo y abstracción, donde los sistemas filosóficos, las disquisiciones teológicas, los mitos y símbolos literarios y el quehacer reflexivo y especulativo así como la historia universal contemplada desde una perspectiva eminentemente literaria conforman la materia prima de la invención.

El estilo borgeano se adecua y funde con esa temática en aleación indivisible, y el lector siente, desde las primeras frases de sus cuentos y de muchos de sus ensayos que tienen la inventiva y soberanía de verdaderas ficciones, que ellos sólo podían haber sido contados así, con ese lenguaje inteligente e irónico, de matemática precisión — ninguna palabra falta, ninguna sobra—, de fría elegancia y aristocráticos desplantes, que privilegia el intelecto y el conocimiento sobre las emociones y los sentidos, juega con la erudición, hace del alarde una técnica, elude toda forma de sentimentalismo e ignora el cuerpo y la sensualidad (o los divisa, lejanísimos, como manifestaciones inferiores de la existencia humana) y se humaniza gracias a la sutil ironía, fresca brisa que aligera la complejidad de los razonamientos, laberintos intelectuales o barrocas construcciones que son casi siempre los temas de sus historias.

El color y la gracia de ese estilo está sobre todo en su adjetivación, que sacude al lector con su audacia y excentricidad («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), con sus violentas e insospechadas metáforas, esos adjetivos o adverbios que, además de redondear una idea o destacar un trazo físico o psicológico de un personaje, a menudo se bastan para crear la atmósfera borgeana. Ahora bien, precisamente por su carácter necesario, el estilo de Borges es inimitable. Cuando sus admiradores y seguidores literarios se prestan de él sus maneras de adjetivar, sus irreverentes salidas, sus burlas y desplantes, éstos chirrían y desentonan, como esas pelucas mal fabricadas que no llegan a pasar por cabelleras y proclaman su falsedad bañando de ridículo a la infeliz cabeza que recubren. Siendo Jorge Luis Borges un formidable creador, no hay nada más irritante y molesto que los «borgecitos», imitadores en los que por esa falta de necesidad de la prosa que miman lo que en aquél era original, auténtico, bello, estimulante, resulta caricatural, feo e insincero. (La sinceridad o insinceridad no es, en literatura, un asunto ético sino estético.) Cosa parecida le ocurre a otro gran prosista de nuestra lengua, Gabriel García Márquez. A diferencia del de Borges, su estilo no es sobrio sino abundante, y nada intelectualizado, más bien sensorial y sensual, de estirpe clásica por su casticismo y corrección, pero no envarado ni arcaizante, más bien abierto a la asimilación de dichos y expresiones populares y a neologismos y extranjerismos, de rica musicalidad y limpieza conceptual, exento de complicaciones o retruécanos intelectuales. Calor, sabor, música, todas las texturas de la percepción y los apetitos del cuerpo se expresan en él con naturalidad, sin remilgos, y con la misma libertad respira en él la fantasía, proyectándose sin trabas hacia lo extraordinario.

 Leyendo Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera nos abruma la certidumbre de que sólo contadas con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esas historias resultan creíbles, verosímiles, fascinantes, conmovedoras; que, separadas de ellas, en cambio, no hubieran podido hechizarnos como lo hacen, porque esas historias son las palabras que las cuentan. La verdad es que esas palabras son las historias que cuentan, y, por ello, cuando otro escritor se presta ese estilo, la literatura que resulta de esa operación suena falaz, mera caricatura. Después de Borges, García Márquez es el escritor más imitado de la lengua, y aunque algunos de sus discípulos han llegado a tener éxito, es decir muchos lectores, su obra, por más aprovechado que sea el discípulo, no vive con vida propia, y su carácter ancilar, forzado, asoma de inmediato.

 La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularlo y la mediocre lo delata. Aunque me parece que, con lo anterior, le he dicho todo lo que sé sobre el estilo, en vista de esas perentorias exigencias de consejos prácticos de su carta, le doy éste: ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es imposible tener un lenguaje rico, desenvuelto, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus convicciones. Pero trate de evitar reproducir mecánicamente las figuras y maneras de su escritura, pues, si usted no consigue elaborar un estilo personal, el que conviene más que ningún otro a aquello que quiere usted contar, sus historias difícilmente llegarán a embeberse del poder de persuasión que las haga vivir. Buscar y encontrar el estilo propio es posible.

 Lea usted la primera y la segunda novela de Faulkner. Verá que entre la mediocre Mosquitos (Mosquitoes) y la notable Banderas sobre el polvo (Flags in the Dust), la primera versión de Sartoris, el escritor sureño encontró su estilo, ese laberíntico y majestuoso lenguaje entre religioso, mítico y épico capaz de animar la saga de Yoknapatawpha. Flaubert también buscó y encontró el suyo entre su primera versión de La tentación de San Antonio, de prosa torrencial, desmoronada, de lirismo romántico, y Madame Bovary, donde aquel desmelenamiento estilístico fue sometido a una severísima purga, y toda la exuberancia emocional y lírica que había en él fue reprimida sin contemplaciones, en pos de una «ilusión de realidad» que, en efecto, conseguiría de manera inigualable en los cinco años de trabajo sobrehumano que le tomó escribir su primera obra maestra.

No sé si usted sabe que Flaubert tenía, respecto del estilo, una teoría: la del mot juste. La palabra justa era aquella —única— que podía expresar cabalmente la idea. La obligación del escritor era encontrarla. ¿Cómo sabía cuándo la había encontrado? Se lo decía el oído: la palabra era justa cuando sonaba bien. Aquel ajuste perfecto entre forma y fondo —entre palabra e idea— se traducía en armonía musical. Por eso, Flaubert sometía todas sus frases a la prueba de «la gueulade» (de la chillería o vocerío). Salía a leer en voz alta lo que había escrito, en una pequeña alameda de tilos que todavía existe en lo que fue su casita de Croisset: la allée des gueulades (la alameda del vocerío).

Allí leía a voz en cuello lo que había escrito y el oído le decía si había acertado o debía seguir buscando los vocablos y frases hasta alcanzar aquella perfección artística que persiguió con tenacidad fanática hasta que la alcanzó. ¿Recuerda usted el verso de Rubén Darío: «Una forma que no encuentra mi estilo»? Durante mucho tiempo me desconcertó este verso, porque ¿acaso el estilo y  la forma no son la misma cosa? ¿Cómo se puede buscar una forma, teniéndola ya? Ahora entiendo mejor que sí es posible, porque, como le dije en una carta anterior, la escritura es sólo un aspecto de la forma literaria. Otro, no menos importante, es la técnica, pues las palabras no se bastan para contar buenas historias. Pero esta carta se ha prolongado demasiado y sería prudente dejar este asunto para más adelante.

 Un abrazo.