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viernes, 10 de agosto de 2012

La literatura depara el placer de imaginar


Sergio Ramírez

Siempre tienes que recordar que la literatura depara el placer de imaginar, y a la vez la tortura de corregir, pero ambos vienen a ser dos caras de la misma moneda. Si las monedas de tres caras son posibles, y en la literatura nada es imposible, entonces debo agregar el placer de hablar de la escritura, de sus secretos y de sus mecanismos. No creo que nadie más que un escritor disfrute contando a quienes quieren escucharlo los trabajos y los placeres que le depara su oficio.
Imagina al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?
Me gusta hablar en primer término de la escritura como una necesidad apremiante. La necesidad de contar a otros lo que uno encuentra que vale la pena contarles, sabiendo que se lo están perdiendo. Aprendí a explicarme a mí mismo esta necesidad desde que leí algo parecido que decía Isaac Bashevis Singer, el gran escritor judío, en una entrevista. Una necesidad urgente, como son las necesidades físicas.
Desde mi adolescencia escribir ha sido eso, una necesidad que la imaginación transforma en palabras; actuar de médium entre los espíritus invisibles de lo aún no escrito, y quienes van a leerlo. Una vez oí decir a Carlos Fuentes que al sentarse uno a escribir por la mañana, no está sino transcribiendo los sueños de la noche anterior que no se recuerdan al despertar. Es una buena clave para adentrarse en el misterio de la escritura, desde luego que imágenes y personajes surgen de esa nata oscura del subconsciente, que debe ser muy parecida a la del caldo primordial de la creación de los seres vivos, agua, metano, amoníaco, hidrógeno en combustión, nada menos que el barro primigenio, un mundo donde todo es informe pero tiene un destino que es el de ser animado por un soplo. El soplo que dará vida a las criaturas de la imaginación.
Por eso es que la escritura de una novela es un viaje incierto, con un destino improbable por mucho que el escritor detalle su ruta en la carta de marear; y peor, porque en algún momento de la travesía los pasajeros se apoderarán del barco y tomarán control del derrotero. Motín a bordo. Te llevarán a donde no quieres ir, o donde no pensabas ir. Llegarás a puerto, pero no al que te proponías, sino a otro diferente, y algunos de los pasajeros se habrán bajado del barco en algún punto intermedio, y otros, actores de reparto, pasarán a ser principales.
Desde esa necesidad que no tiene sustitutos, es que se escribe. Se la tiene o no se la tiene. Es un don, un regalo. La camisa de mil puntas cruentas que decía Rubén; se sufre con ella puesta, pero uno no se la quitará nunca de encima. Un regalo del cielo, y también un regalo del infierno, que te da la facultad extraordinaria de ver lo que otros no ven, registrar los detalles más nimios que en la composición de la página resultarán de extremada importancia; y regalo del cielo y del infierno será también la curiosidad insaciable que te llevará a las infidelidades, leer las cartas mal puestas, escuchar lo que no debes para utilizarlo después en tu beneficio, es decir, en beneficio de la escritura de invención, junto con las historias de familia fielmente guardadas que de ninguna manera respetarás. Por eso es peligroso contarle secretos a un escritor, porque las confidencias irán a terminar en un cuento, o en una novela. La ética de la escritura es aprovecharlo todo, un oficio ajeno al desperdicio.
Los temas de la literatura se cuentan con los dedos de una mano: amor, locura, muerte, poder. El poder, que es ya una locura en sí mismo. Si lady Macbeth hubiera sido una esposa sosegada, capaz de hacer feliz a su marido y envejecer en paz con él, no existiría en la literatura. Existe porque convirtió la ambición de poder en crimen. Por eso mismo no hay novelas ni sobre la política, ni sobre la historia, ni sobre el paisaje. Hay novelas sobre los seres humanos y sus conflictos, sobre los amores infelices, sobre las pasiones desbordadas, sobre las ambiciones que no tienen cura. La codicia, el deseo.
Uno lo que escribe en los libros son mentiras, pero deben ser mentiras bien contadas, en las que se pueda creer a ciegas. “Esto me pasó a mí también”, dice el lector, y uno recibe entonces su corona de triunfo porque se ha hecho acreedor a la credibilidad ajena. Han confiado en ti, y no los has defraudado. Esperaban una mentira bien contada, sin fisuras, sin dobleces, y se las ha dado. No tienen de qué quejarse. Y cuando al llegar al final del libro el lector quisiera seguir adelante, porque se encuentra metido sin remedio en los laberintos de ese mundo que creaste para él, y quiere vivir al lado de los personajes, no abandonarlos, entonces tu corona es doble.
Ese lector que prefiere siempre la acción a la demora, a menos que se trate de un cuerpo desnudo. Ese lector al que nunca debes aburrir. Dice Billy Wilder, que hizo cine y no literatura, pero para nuestros fines viene a ser lo mismo,  que su primer mandamiento es precisamente ése, “no aburrirás”. Ese mismo lector al que es necesario atrapar, antes de atrapar al asesino. No sé si esto último lo oí, lo leí, o lo inventé, pero de todos modos recomiendo no olvidarlo, tanto a los escritores maduros como a los aprendices. Es peor que huya el lector, a que huya el asesino, eso hay que tenerlo por regla.