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martes, 1 de septiembre de 2020

UBALDO ROSARIO TAVERA: CUENTOS


UBALDO ROSARIO TAVERAS:

    Escritor y abogado de profesión. Estudió en el Liceo México Plan de Reforma, allí conoce al profesor Juan Ramón Rodríguez quien es su primer orientador  literario.  En el año 1984 se integra al taller de literatura: Círculo de Lectores Fragmento (CILEFRA). En  1994 junto a Roberto Mercedes y Rafael Jubileo crea la revista cultural y literaria: ESCRITOS, y en el 1996 funda el Taller de Narradores de Santiago.
    Sus narraciones  se encuentran en los siguientes libros: Para Matar la Soledad, Éste era principio, Caleidoscopios: antologías del Taller de narradores de Santiago; Circulo de Espera, antología de cuentos de la Secretaria de Estado de Cultura (hoy Ministerio), en la Revista Mitos y en la antología Narradores del Mundo. “
    Ha publicado los siguientes libros: Cuentos cortos para lectores perezosos y el ensayo jurídico: Contaminación por Ruido.  Y los ensayos: Carecen de errores las obras maestras, Cervantes y el falso Quijote,  El lector marginado, Los escritores de Santiago y sus orientadores, Federico Nietzsche del olvido a la locura,  Una canción y un cuento de Navidad para Juan Bosch y Charles Dickens, La influencia del Derecho en la literatura, y Las puertas del cielo en Rayuela en los periódicos: El siglo, Hoy y La Información. Publicó en el año 2004, el libro: “Cuentos cortos para lectores perezosos” y en el año 2011 el Ensayo_ Contaminación por Ruido.
En la actualidad administra el blog de descarga de libros dominicanos:  libros dominicanos en pdf blogspot. Com, y en año 2019 obtuvo Premio Nacional  José Ramón López en la categoría de cuento.

Presento cuatro cuentos:

1-Este muerto es mio

2- La espera de un milagro.

3- La luna no es redonda, es una bola.

4- Mi viejo.

ESTE MUERTO ES MIO


Frente al cadáver de Niñoman el padre llorando trataba de abrazar el ataúd decorado con cuatro candelabros mientras las velas encendidas lo sujetaba a la realidad, de una forma u otra, informándole al razocinio de que ése es su hijo y que no duerme, sino que yace muerto.

El hombre acarició la mejilla de Niñoman e inmediatamente recordó la primera vez que lo tocó. Tenía un día de nacido. La madre orgullosa recibía regalos y flores de extraños anónimos mientras su marido escuchaba las identidades de los desconocidos. Mas que eso escuchaba la voz de la preocupación cuando se preguntó cómo iba pagar la deuda del parto.

Elevó el rostro y los cilindros de parafinas lo sustrajeron al presente y el padre lleno de heroísmo y en su desvarío imaginativo asesinó uno por uno a cada uno de los homicidas. El llanto aumentó y cabizbajo se sintió impotente de hacer lo que había soñado en esos segundos de rabias y terminó asustándose como aquella vez cuando desempleado su vecina menor de edad le informaba que estaba embarazada. No halló qué hacer, a excepción de dividir la sala de la casa con cartón piedra y algunos pleibús viejos tuvo que improvisar una habitación.

Cabizbajo ocultando con su cabeza el cuerpo del difunto sintió la mortalidad al tratar de describir las sensaciones de terror, que de alguna forma eran diferentes, pero algo parecido aquellos sustitos cuando no tenía un centavo y salía a vender un artefacto o a empeñar lo ajeno para terminar discutiendo con los parientes. Incluso así cabizbajo descubrió que cada susto se mezclaba con las preocupaciones como las noches aquellas cuando recorrió las calles solitarias del centro de la ciudad para atracar y luego comprar una que otras latas de leche o alguna receta pero cuando llegaba acobardado ya un dadivoso había regalado alimentos y algo de dinero a la esposa.

Así precariamente y poca a poco entre milagros vio crecer a su hijo hasta convertirse en un adolescente hasta aquel día después que había financiado la matrícula de su Honda 70 para comprar útiles escolares, escuchó la noticia de que a Niñoman lo habían matado sus amigos.

El llanto aumentó cuando escuchó que era la hora del entierro pero no por mucho tiempo, porque los vecinos y los deudos espantados corrían ahuyentado por los gritos de místico Pan. Pero no era el sátiro Pan quien ahuyentaba a los moradores en el velatorio sino un jovenzuelo que al desmontarse de la jeepeta los presentes creyeron que Niñoman había resucitado. Pues tenía la tez clara, los ojos verdosos y el cuerpo erguido como un atleta de fútbol americano en fin se podía afirman que los clones existían.

La madre de la víctima se ocultó entre su vergüenza cuando contempló detrás del jovenzuelo al hombre que lo escoltaba. Escuchó a lo lejos el beeper del vehículo lujoso asegurando las puertas como otras veces lo había escuchado, con atención e impaciencia. El hombre se dirigió hacia el difunto.

El esposo se irguió alejándose un poco del ataúd al mirar detenimante a los visitantes y miró a su esposa y gritó: Serpiente, serpiente.

-Quiero ver a mi José Manuel – dijo el recién llegado. 

-No te acerque pendejo – anugado por la rabia y el enojo expresó el deudo 

-Este muero es mío.- Así lo decía sin dejar de mirarle a los ojos.

Los hombres quedaron solo cara a cara, solo el silencio lo separaba. Entonces el hombre con los ojos hinchados de tanto sollozos, supuso que éste era uno de los extraños anónimos que en los momentos difíciles hacían llegar sus dádivas que de alguna forma él creyó que eran algo parecido a los milagros.

La madre del difunto se llevó a otro lugar de la casa la visita, pero su marido quedó azorado contemplando el lujoso ataúd. Dedujo todas las trampas y astucias de su mujer, así que sacó el cadáver del féretro para luego dejarlo caer junto a las cuatros columnas de cera. En voz alta gritó: Este muero es mío. Así lo repitió mientras trasladaba el cuerpo de Niñoman en una de las guaguas que se dirigían al cementerio.




LA ESPERA DE UN MILAGRO




A la muerte de su hijo Doña Luz a los ochenta años esperaba un milagro. No esperaba que resucitara porque aunque no estaba muerto, se encontraba en estado de gravedad, además; el Teniente Gómez lo volvería a matar. Así que su hijo, el más pequeño de siete, estaba muerto, y necesitaba un milagro.

La anciana observó el firmamento y no quiso acelerar el paso. No era oportuno. La funda repleta de carnes con su peso impediría tal acción. Lentamente bajó el rostro. Las nubes estaban oscuras y no tardaría en caer el aguacero. Caminaba despacio y aunque sus ojos y oídos miraban y escuchaban el pasado. El cuerpo la guiaba escuchando en su mente al teniente blandiendo la pistola diciendo obscenidades. Martín respondiendo que estaba retirado y luego un trueno mecanizado ensordeció a la friturera.

El cuerpo de la madre se transportaba sin voluntad y las gotas enormes se desmigajaban en los pies. Al impactar contra el suelo recreaban la imagen de unas simples garrapatas llenas de patitas que se desprendían hacia la diminuta altura y en ese milésimo de segundo que los ojos no pueden apreciar, las gotas desaparecían para convertirse en una superficie plana. La lluvia, según navegaba el viento, se hacía uniforme y tenía una distribución aleatoria de las gotas mientras los transeúntes corrían a guarecerse. Poco a poco el ritmo de la lluvia aumentaba como si fuesen aplausos. Mientras la octogenaria esperaba un milagro, una gota de lluvia no la había tocado.

Entre el cuerpo y las precipitaciones líquidas existía un silencio. Quizás la nada. Pues el sonido tanto del aguacero como de su mundo circundante aislado de manera inconsciente, estaba para ella. Pensaba en aquellos minutos antes de la muerte. Le había dicho a Martín que le comprara un paquete de servilletas. Tan solo quedaba un pliego de ellas. Realmente le dijo: Guanajo no ve que es la última, no la uses. El sonrió y ella que sabía que iba morir por el Síndrome del Sida, lo miró tiernamente. Aún no aceptaba que sus hijos murieran primero y no aceptaba que estuviera contagiado.

- Deja de toser encima de la fritura. – Le recordó autoritariamente.

Fue lo último que le dijo. Lloraba con los pies humedecidos por los chorros de aguas que se espaciaba con el lodo y la basura mientras las personas, unas empapadas y otras refugiadas en sus paraguas, eran ajenas para Doña Luz. Cada paso que daba eran como si anduviera por un lugar solitario y solitaria navegaba ella por los recuerdos que vislumbraba cinematográficamente. La servilleta caer como si fuera en cámara lenta sobre los alimentos. La mano que no podía sostenerla. El disparo que le espantó la vida de manera rápida e inesperada. En cierta forma no aceptaba ese tipo de muerte. Quería tenerlo bajo su cuidado. Allí en la habitación donde lo había concebido

Podría decir que sus lágrimas se mezclaron con la lluvia. Pero no puedo afirmarlo porque aun la lluvia no la había tocado. Caminaba con su funda de provisiones sin imaginar que la única que transitaba realizando un milagro era ella. Eso no le importaba, claro estaba abstraída de la realidad, pues seguía soñando con un milagro. Llamaba a su hijo y le decía que la policía lo iba a matar, que andaban un tal cabrerita y otro que le apodaban la soga detrás de él.

- Máaaluz, tengo cuarenta años. Estoy retirado. Tengo años que no robo un pincho, oyó, vieja, un pincho -. Ella lo abrazó diciendo que esperaba la intervención divina. Que alguien le sacara el nombre de Martín de la cabeza a los policías. Incluso hasta pensó que murieran antes de que lo encontraran. Pero ¿cómo morirían? ¿Quién lo mataría? ¿Quién se vengaría? Lo apretó fuerte y llegó a la conclusión de lo imposible.

El diluvio, si se puede llamar así a una fuerte lluvia, no decrecía a medida que ella llegaba a la casa. Mientras se acercaba otros expuestos a la intemperie estaban empapados como si toda el agua del mundo se dispusiera a caer sobres sus cuerpos que buscaban saltar los charcos o esquivar chorros gruesos de algún contén, sin embargo, la lluvia seguía evitando tocar a la anciana. El aguacero se expandía como si fuera la ciudad un campo de agricultura. La lluvia se arrastraba por el suelo y se iba domesticando mientras le acariciaba los pies como si fuese un felino runruneando a su alrededor. El agua intentaba sujetarle de los tobillos y entorpecer cada pisada. Ella pisaba lentamente el suelo y el suelo corría entre sus pies tras el desplazamiento del agua que aumentaba y entre las pequeñas montañas de basura se concentraba como remolino que deterioraba lentamente la masa sólida y así evitaba la retención. Doña Luz caminaba cabizbaja con el pachuelo que le cubría la cabellera blanca. Sin embargo, las faltas de precisión de las precipitaciones liquidas para tocarla explosionaban en sus pies. La lluvia se distribuía espaciosamente pero a una velocidad de impacto similar a un martillo sobre un cristal. La energía de las gotas creaban escalofríos en las hojas de las plantas que temblaban en cada episodio que el viento simulaba estar tranquilo y encallado. Llueve y el agua resbala por las paredes de las casas como si estuvieran llorando. Llueve y las calles ya no se ven.

La anciana le robaba el espacio lentamente a la distancia y las nubes se ennegrecían de hollín oscuro que hizo que la tarde se volviera noche. Una adolescente empapada corría desesperada en busca de un lugar para refugiarse. Entonces presintió que estaba cerca de la casa y se fue despojando poco a poco de los recuerdos. Especialmente cuando Gómez después de disparar se sentó a comer de la fritura y notó la pequeña herida en su rostro cuando el dolor se esparció con la pequeña hemorragia. Desplazó el oficial la cabeza y ciertamente Martín había lanzado el cuchillo que ahora estaba junto al cadáver. Tocó la herida y con los dedos logró asir la servilleta y la limpió. Luego procedió hacer lo mismo con la boca.

Doña Luz elevó el rostro y no tuvo que tocar la puerta. La mayor de su hija estaba en su espera.

- Mamá Luz, no se moje, no se moje. – Ella regresando al presente contestó que no estaba lloviendo, pero reaccionó y fue en ese instante que las primeras gotas la alcanzaron. Y es que los insistentes impactos líquidos de una lluvia terca no se daba cuenta que no podía mojar a la triste señora que caminaba pensando en su moribundo hijo.Hizo un esfuerzo y entregó las provisiones respirando hondo. – Ay, hija mía, cuando se he vieja, hasta los pies no quieren cargar a uno. – Se sentó y miró hacia fuera, el aguacero se expandía robándole al horizonte a la distancia. Frente a ella estaba la lata de basura, aún no la había votado desde el atentado contra Martín. Notó que aún estaba seca y con asombro comprendió que había transcurrido un milagro y rezó. Doña Luz feliz por el extraordinario suceso, tomó la lata de Crisol y con su mano temblosa por el cansancio comenzó asir los desperdicios para introducirlo en una funda plástica. Lo primero que tocó fue aquella servilleta inundada de la tos, mocos y estornudos de Martín, mezclado con la sangre y la grasa del Teniente Gómez.




LA LUNA NO ES REDONDA ES UNA BOLA


Mañana dijo Luisito que la luna es redonda y no es verdad, es una bola, yo siempre le gano porque cuando dice que es redonda, grito fuerte y calla, le tumbo el cuaderno y corro gritando, es una bola, es una bola que vuela en el cielo. Dice que sabe más que yo, tiene cuatro años y señala ocho. Digo que no hay cuatro dedos que no sabes contar. No importa que sea más grande sé que la luna es una bola. Entonces corro a casa para decirle a mamá que la luna es una bola y se encuentra cocinando quejándose de dolores, Naro le pasa la mano para curarla. Es que mami trabaja mucho siempre está limpiando, fegando, cocinando o lavando. Yo una vez la ayudé y no me gustó por eso es que siempre le duele la espalda.

Grito empujando la puerta y se asusta, “muchacho del carajo” y me da con el cucharón sucio de la comía. Quise gritar y me acuerdo “Mama verdad que la luna es una bola”. Naro se ríe “una gran bola donde uno puede vivir”. Me quito la jopa, prendo la tevision, Tom y Jerry. Naro se jue, llega papi quita los muñequitos y come. Pregunta si comí y se quita la correa, no quiero comer, tomo la cuchara y digo que no me gustan lasabichuela ni las gebollas y me da por la cabeza. Maaa se pone triste y empieza a dármela.

Papá ve la comedia y maaa dice que quere ver la novela. La mira y manda la novela al carajo, mami le tira agua y se fajan.

No se porque mami le gusta darle a papi, él es gueno y está enfermo. Una noche junto a la estufa lo vi calentando mi jarabe en una cachara y se puso una inyección. “¿estás malo papi?” "Sí, tu también debes tomarte el jarabe cuando esté enfermo, para que no se te salga el mondongo”. No me gustan los jarabes y mami lo sabe, siempre busca a la vecina y agarran apretándome la boca, tapan la nariz y hago gárgara hasta tragármelo. Papá es grande y aunque no le guste se toma su remedio. Una vez maaa le peleó porque no trajo el dinero de la comida y le decía que estaba malo se iba morir si no tomaba, papá se la había tomado lo supe porque había agarrao la nariz y meneaba la cabeza como lo hago cuando me obligan. No quiero que le de a mamá y lo hace. Pero si no se toma la medicina se le va a salir el mondongo por la boca y no quiero. Por eso me la tomo. ¿Por qué papi le cambia la novela a má, si está enfermo? Mami trabaja mucho y estás cansada. Se va a enfermar nunca la veo tomando remedio por los dolores de espalda. Tal vez porque Naro le ayuda. Una vez vine temprano del colegio y no la vi en la cocina, estaba en el aposento con un dolor y gritaba. Lloraba mucho, bajito para que no la oyeran, también lloro así y no me dan el jarabe, no quise preguntarle porque siempre me da con un zapato o cualquier otra cosa. Me quedé mirando como Naro la curaba para decirle a papá. Lloré y busqué el jarabe y lo bebí sin que llamaran a la vecina, no quería tener el dolor de mi mami. Me puse contento cuando los dos salieron riéndose y la abracé por que se había curado.

Papá me mira sabes que no quiero comer, mamá toma el control y cambia de canal. Papá saca dinero y dice que compre helado. Voy a jugar. En la tardecita después de jugar voy a donde mamá para que me compre una valquilla y encuentro a papá mimiendo en el mueble. Mamá no deja de lavar las ropas y habla con los vecinos.

En la noche espero que papá llegue de pasear y tome su medicina para que me de dinero para el recreo, le digo que no se tome esa medicina que a mamá no le gusta, que Naro sabe curar. Siempre cura a mamá en la mañana cuando se pone mala. También le digo como lo hace. Se pone guapo y la llama. No está, ella va todas las noches a onde güela. jui a buscarla y no estaba. Me mojé el cabello y el agua se llovía. Papi se fue mojando.

En la mañana maaá me levanta, tomo chocolate y no quiero el jarabe. Voy al colegio. En recreo digo a Luisito que la luna es una bola grande tan grande que uno puede vivir en ella. Dijo no. Es chiquita y que su papá un día había jugado pelota con ella, le dije, es más grande que tu casa y la mía, tu papá es un mentiroso. Me agarra por los cabellos y me tumba. Lo muerdo y Llora. La profesora me da un papelito para mi mami. Me despacharon temprano y fui a casa. Llamo a mami y en la cocina la encuentro con otro dolor llorando, desnuda, la espalda con moretones y los ojos de color rojo. Busco el jarabe para dárselo y me acuerdo que está en el aposento y lo busco. Allí está Naro también malo y con el mondongo botándolo por la barriga. Tomo el jarabe y se lo llevo a mamá, ella vota sangre por la boca y no quiere, llamo a la vecina para hacerle lo mismo que me hacen. Le digo que mami está por botar el mondongo y no se quiere tomar el jarabe.



MI VIEJO

A: René del Risco Bermúdez

 

 

Viejo mi querido viejo

ahora ya caminas lerdo 

como perdonando el tiempo

yo soy tu sangre mi viejo

soy tu silencio y tu tiempo.

Piero.



Cuando olvidaba las miradas de los sueños te veía a ti papá despertándome a las seis de la mañana y te ibas a trabajar. En mi cuerpo aun sentía el suspiro dormilón junto a la cama y al insistir mamá de que me levantara ya desayunando estaba Carlos Manuel y listo para ir a la escuela. Por las mañanas corríamos para tener las primeras butacas, entonces antes de llegar a la escuela te veíamos laborar, era gracioso papá, con aquel mameluco desteñido que decía en tu espalda “Ayuntamiento Municipal”. Muchas veces te asustaba como en otras ocasiones te enojabas cuando Carlos Manuel te golpeaba con las cascarillas de naranjas, tú les pedía las gomitas y lo regañaba con no darle dinero. Carlos, embriagado de risas decía que era para matar lagarto en la escuela, entonces te ponías cariñoso y nos daba suficiente para el recreo. Luego sin ton ni son levantaba el palo del escobillón y ordenaba no correr, pero corríamos papá. Los viernes te encontrábamos bien vestido y preparado para ir a jugar dominó con tus amigos. Te recuerdo, porque hoy he aprendido a valorar a los mendigos, entonces rememoro el eco de tu voz a lo lejos diciéndome “dale duro en la cara, no voltee el rostro cuando te den”. Pasaba un asalto y veía tu rostro con aquel ojo fijo en mí. “Peléale cuerpo a cuerpo”. Volvía y revisaba mis guantes, sí que me animaba papá. “Dale un upper cut,” y yo casi corría porque Luis era mucho mayor y fuerte. Insistía de nuevo pregonando, “un jab en la cara, Luis es un pendejo”. La pelea terminaba al enterarse mamá que tú apostabas a mi favor y tomado del brazo me sentaba junto a ella mientras cocía la ropa por encargo de alguna vecina. Desde la ventana veía el espectáculo del barrio, gritaban los muchachos y tú animabas a Carlos Manuel. Librado, víctor, Eddy, Juan, Julio y Sandi, estaban listos para la competencia. Entre risas limpiaba la gafa oscura y la colocaba en tu cara como si fuera ella un miembro de tu cuerpo. Sin la gafa era ver otro hombre con la mirada astuta de un cíclope.

La seis de la tarde, mamá mandaba a comprar carbón y cuaba ordenándome encender el anafe, pero tardaba porque Carlos Manuel se preparaba a salir, tenían que darle la vuelta a la manzana y de súbito sacaba la cabeza del comercio y te veía mi viejo, levantando y trasladando a mi hermano entres tus hombros, cambiaba cinco pesos en cheles y reunía a los muchachos. Yo corría con la lata del carbón, en muchas ocasiones no me daba tiempo de llegar a casa y regresar. Esperaba, de momento los centavos bajaban cuando los sonidos mágicos del metal despertaba mi avaricia y golpeaba por tomar uno, dos o tres cheles. Luchando contra Luichi o Joselo y los demás corrían hacia otro lado buscando la lluvia de monedas. Feliz me levantaba escuchando mi nombre y huía a la casa antes que mamá me llamara de nuevo. Al enterarse ella de tu paradero con el radio de pila esperando que Las Aguilas ganaran, me dejaba salir. Antes que la noche se desplomara, los muchachos nos reuníamos a jugar belluga. Dos cheles con el rostro de Lincoln lo utilizábamos para comprar uno de palmita, era una reliquia un chele de palmita y si la fecha era vieja de años atrás, dábamos tres. Los centavos con la efigie de Duarte o Caonabo, valían más que lo de Lincoln; pero al fin todos los perdíamos en el juego o algún jalao o riqui taqui cuando pasaba tío.

Afeitándote en una ocasión me gritaste enojado y me devolviste a correazo a buscar el vuelto donde el pulpero. Como quisiera que ahora me reconociera, pero no lo hará, estoy más fuerte y viejo. Mi cabeza está poblada de canas y he perdido varios dientes. Tantos años sin ver el sol ha blanqueado mi piel y no hay forma de que reconozca aquel muchacho que te sacaba las caspas mientras escuchaba la radio. “Mil doscientos veintinueve, ciento cincuenta pesos, ochocientos veinte, ciento cincuenta pesos, trescientos treinta y uno, ciento cincuenta pesos, mil novecientos sesenta y siete, Premio Mayor, uno, nueve, seis, siete. Premio Mayor, mil novecientos sesenta y siete. Premio Mayor, sesenta y siete”. Te levantaste de alegría y los vecinos estaban con una gran algarabía en la puerta de la casa, sabían que tu tenías cinco años jugando ese número abonado y no tardaste en comprar la casa donde vivíamos alquilado y la construiste de blocs. Mamá dejó de hacer los dulces y Carlos se alegró de no venderlo más, hasta tío dejó de vender los Riqui taquis que tú y él preparaban en las noches. Ese día cambió nuestra vida, Carlos Manuel tuvo su primera bicicleta pero no dejaba de fugársele a tío en la de carga y burlarse de él.

Sesenta y siete, a partir de ese número sentí que los años pasaban más rápidos, sin darnos cuentas éramos hombres, decían que éramos adolescentes, pero Carlos Manuel y yo sabíamos que éramos hombres. Hasta nos caíste a trompadas y me sorprendí que no usaste la correa y todo porque nuestra prima tenía amores escondido con los dos. Carlos y yo, celosos, no aceptábamos que estuviera con el otro y con los golpes sentimos que mamá se iba enterar, le temíamos tanto que decidimos compartirla. Pero lo que Carlos Manuel no sabía era que mientras él dormía, Julia se entregaba así todita para mí solo. Era emocionante verlo dormir cuando me excitaba con los gemidos de mi prima, era hermoso sentir su cuerpo desnudo templando contra el mío. Un día se descubrió el embarazo. El miedo me dividió en dos, estaba tan asustado que sentía el mundo en mi espalda. En el taller avanzaba en el trabajo lentamente y me daba a las risas, esa parte de mí me gustaba, pues estaba lejos de las preocupaciones. Al llegar a la casa, la otra parte de mí me golpeaba, sentía como si una agujeta me agujereaba el estómago, Julia me miraba y mi corazón sangraba, parecía como si alguien le cayera a patadas. Era horrible actual así enseñando un rostro no acostumbrado al engaño. Trataba de buscar el otro lado de mí y aliarme a la tranquilidad, y no lo lograba. Sólo servía para disecar la realidad en una calma que no existía en mí. Sin darme cuenta te acercarte a mí papá y dijiste lo que te dijo una vez tu amigo el Síndico que asumiera una actitud conformista cuando no podía resolver una crisis porque la reacción de la vida normal es una falsa, que no tratara de seguir ideas ajenas de hombre y mujeres plastificado por la sociedad. Mi viejo, no comprendí sobre el significado de hombres y mujeres plastificado, pero me sentí contento cuando el mundo no estaba en mi espalda. Decidí hablar con tío y en ese momento Carlos Manuel saltó de alegría junto a él que insultaba a mamá, afirmando que no debió dejar ir a su hija a vivir a nuestra casa y ayudarla en los oficios. Nunca imaginé que mientras trabajaba en el taller, mi hermano y Julia se bañaban juntos. Imaginé todo lo que se puede hacer en el baño y especialmente con mi prima. Siete meses después, Julia estuvo de parto. La bebé era hermosa, Julia nunca pudo decirme quien era el padre. La niña se parecía a los dos y Carlos y yo teníamos el mismo tipo de sangre. La prima y mi hermano se mudaron, me sentí solo y le insistía a mamá de que lo convenciera. No lo logró, a mi hermano los celos le carcomían el estómago. Desde ese día me di a la bebida. Embriagado tuve una revelación, la vida se vive sola, independientemente de nosotros. El mundo circundante era un absurdo, me gustara o no. Julia no era una mujer, era una diosa, recordarla era idolatrarla con una botella de agua ardiente. Una mañana te enteraste de la huida de Carlos Manuel a Puerto Rico. La yola naufragó, muchas personas ahogada y desaparecidas. Mamá lloraba contando entre sus dedos las bolitas de un rosario. Julia pregonaba “se lo dije”. Tú no soportaste que en la noticia informaran lo sucedido. Buscaste a tío, se marcharon a Nagua y regresaste con él, fue un milagro. La familia lo besaba y le aconsejaba. Yo estaba solo y borracho mirando como Julia lo abrazaba y acariciaba. Estaba solo y abandonado mirando a la familia admirándolo. Estaba solo, sin mi cuerpo, sin mi voluntad. Solo con una botella en la mano. Solo, acompañado de una botella vacía, una botella que me había dado el poder de ser lo que era, un amargado. Entre las alegrías te veías corretear con la nieta, traté de pararme y caí hiriendo los codos. Mamá se acercó y sollozando me decía en mis oídos, “no beba más, mira el cielo, allá el altísimo te concederá pronto una buena mujer”. Yo levanté el rostro al firmamento y recordé cuando tú nos hiciste las chichiguas, la de Carlos Manuel se reventó y corrimos en busca de ella, pero nadie la pudo atrapar, ella cayó allá en la finca de Pacheco entre esas matas de cambrones llenas de espinas. Mamá me abrazaba en el suelo y trataba de limpiarme las heridas y sonreí. Lo hice porque fue igual cuando monté en mi propio carrito de cajebola, tú lo había hecho para los dos. Los muchachos y yo echábamos competencia y el ruido desde la calzada molestaba a los vecinos y al salir uno de ellos que siempre nos echaba agua, yo traté de pararme en plena velocidad, lo hice y me fui de boca. Me rapé los codos y los labios, tú mi viejo, mandaste a comprar mentiolé, yo gritaba, ay... papá ya no me duele, papi, te digo que no me duele. Carlos Manuel se revolcaba de la risa. Sí que me hizo reír el recordar mi infancia, mamá se dio cuenta y con ternura abrazó más fuerte. Mi vida cambió, esta vez regresaba a los estudios, te había prometido terminar el último año del bachillerato. La razón de mi nueva actitud, fue por la promesa a Carlos Manuel de conseguirle Visa, nadie lo sabía, estaba contento, si mi hermano salía del país, yo podía volver con Julia. Los meses transcurrían y un día visitó nuestra casa aquel quien fuera una vez Síndico en los tiempos cuando trabajaba en el Ayuntamiento Municipal. Lograste junto a él la Visa de Carlos Manuel. Qué alegría, se hizo un baile y mientras gozaban, en la oscura habitación, aquella que había compartido desde la niñez con mi hermano, ahí donde unos años antes había perdido la inocencia, me reconcilié con Julia. Al claudicar la fiesta, reuniste a la familia y nos informaste de la hipoteca. La misión de Carlos Manuel, era trabajar y mandar dólares, lo suficiente y no perder la casa. Mi misión fue trabajar y mantener la familia, con esos fines alquilaste un terreno y compraste las cajas de herramientas. Fue lindo mi viejo, obsequiarme un taller.

Al emigrar Carlos del país, me aconsejaste, has esto y lo otro. Especialmente no podía seducir a mi prima. La familia la vigilaba, y cada día que pasaba era yo más temperamental, solitario y contradictorio. Controlaba a mi cuñada de una manera enfermiza. Nos veíamos fuera de la ciudad. Luego me sentí poseído de un apetito amoroso, fuerte y sano. Soñaba con una vida profesional e ir a la universidad. Tú mi viejo te oponías a ese modo de vida, me hablaba de Carlos Manuel, de mi madre, de los dólares, de no desear la mujer ajena. Pero quería estar con ella, Julia me transformaba en un ser encantador y gracioso; aunque en mí interior era duro y no aceptaba ningún compromiso. Eso siempre le molestó a mi prima, reprochaba que yo debía ser su marido, fui el primero en saber del embarazo y me lo había dicho para que la tomara como mujer. Pero no lo hice, ahora recuerdo a la familia, constantemente peleaba contra mí. Tío sacaba de vez en cuando un colín si no dejaba en paz a su hija, no lo hacía por ella, ni por la buena moral, sino por los cinco y diez dólares que le llegaban en cada carta. Se complicó más la relación familiar. Julia se mudó con sus padres y tú mi viejo me dabas fuerza y valor, siempre fuiste un ser bondadoso y dispuesto al sacrificio; no me dejaste solo. Los meses sin ella era un cielo sin ángeles y sin Dios. Estaba incómodo, era un pobre diablo lleno de ansiedad queriéndole demostrar a los demás que mi vida estaba llena de amor sin Julia. Esa actitud me enfermaba. Empecé a tomar, cada botella de alcohol sacaba el sufrimiento más profundo de mi alma, había maldecido tanto que creo haberla perdido, lo sacaba de allá, de aquel abismo oscuro y desdichado que estaba en mí. Así quería estar, que Julia supiera de mi sufrimiento. Varias veces recibí correspondencia en papelitos, recuerdo uno. “Mi amor no tome más, cada vez que me encuentro contigo así borracho, siento que mi amor por ti va muriendo. Siempre te he amado por ser alegre y trabajador”. Hasta tú mi viejo me admiraba por trabajador. El taller estaba abandonado y decidiste venderlo. Desde ese día el dinero escaseaba y era difícil un trago. Pensé, dejar la bebida y reconciliarme con la familia, ser más astuto y engañar a todos para verme a escondida con la mujer de mis sueños. Era tarde mi viejo, Julia estaba embarazada de Luis, de ese maldito que tanto golpes no habíamos dado desde niño. Él la mudó y Carlos Manuel dejó de escribir y de mandar los dólares. Tú casi enloqueciste al ver que nuestra casa hipotecada se iba a perder. Lloraste, hasta mamá lloró y nunca la había visto llorar. Yo enloquecí y vendía los ajuares de la casa y tomaba. Cada día era una eternidad, no llegaba el día de mi felicidad. Tomaba, tomaba mientras tú paseabas con tu nieta buscando ayuda con tus viejos amigos del Ayuntamiento, ninguno te pudo ayudar, ni el ex – síndico, ni la suerte. Desde lejos veía que lloraba en la habitación abrazando a tu nieta, abrazando quizá a mi hija, abrazando a la niña que yo nunca amé por estar buscando el amor de su madre. La niña era el único trofeo de amor en la familia. Tú lo sabías y la abrazaba junto a mamá cada vez que llegaba la mensualidad para el pago. Mamá escribía, todos los días mandaba sus cartas; pero Carlos Manuel no respondía.

Una noche enloqueciste, tenía que entregar la casa, el hogar de tu vida, el hogar que siempre soñaba con tu escobillón al hombro barriendo cada calzada y contén de cada barrio y sin ton ni son te sonríe la suerte, el número sesenta y siete te da lo soñado. No había forma, tus sueños no eran pesadillas sino la misma vida despedazándote poco a poco. Tomaste cada uno de los recibos de la hipoteca y con ellos incendiaste la casa, la gasolina distribuía las llamas mientras los gritos despertaba desde el fondo de mi conciencia embriagada, el pánico. Despertó en mí el temor a la muerte, aunque era ya un muerto que pasaba por la vida sin ton ni son. El incendio sumergía a la altura hacia la iluminación de sus llamas que a la vez me quemaba los ojos. En verdad, no desperté por los gritos, lo hice porque los ratones cruzaron sobre mí, escuché la voz de mi madre. Lloré, mamá donde está... donde está... Lo busqué a ambos y no los encontrabas, sólo escuchaba las voces de auxilio pero no podía hacer nada, el aire se desvanecía, el humo me provoca tos y mi piel no resistía el calor y me desmayé. No, no me había desmayado, vi a los bomberos socorrerme. Todo quedó en cenizas y con los muros ennegrecidos. Los amigos me decían que te sentabas a llorar y sin comer frente a la ruina. Mientras tú añorabas lo perdido papá, yo cumplía condena de veinte años. Por la ventana de la prisión observaba un edificio en construcción, “miren muchacho, a tres manzanas de allí vivía yo”. Los presos no se inmutaban; pero yo seguía mirando y traté de olvidar. No a mi madre que tanto lloró en el juicio pregonando mi inocencia. No pude olvidar a Julia y a tu nieta.

Las prisiones son duras, dicen que son para reformar y educar a los delincuentes. Solos los presos saben que están para castigarnos. Lo peor de la prisión no era estar enclaustrado sin salir al patio, era que cada domingo nunca llegaba visita. Las madres nunca abandonan a sus hijos sin importar si es un desgraciado; pero mi madre nunca fue, estaba enferma. Ocho años después me enteré de su muerte. Ese día lloré porque me parecía que había muerto en ese instante. Me acerqué a la ventana gritando, mamá... y vi un perro flacucho y sarnoso que buscaba de comer en un basurero, yo seguía gritando y llamaba a mi madre, ay madre mía no sabes cuantos te amé, ese día quería ser aquel perro y correr a donde ustedes, no quería se un perro para ser libre. Sin importar donde estuviera, sólo quería estar con ustedes papá, quería levantarte de esa esquina frente a la ruina de nuestro hogar y llevarte a volar chichigua, boxear y verte reír mi viejo. Pero no; mientras gritaba la muerte de mamá nada más escuchaba la queja del provot.

No piense que hoy te recuerdo sólo porque he salido de la cárcel o porque los mendigos tengan algún significado para mí, no papá. Lo que pasa es que hace media hora que te di la limosna y al no reconocerme porque tiene tu único ojo casi ciego por la quemadura, me ha cogido con llorar y recordar los buenos y los malos tiempos. Hace un rato cuando venía hacia acá recordaba la canción. Mi pueblo ya no es pueblo/ es una ciudad cualquiera/ con los edificios altos/ y con largas carreteras./ Mientras tarareaba vi a los lejos en una tienda de variedades a Julia ¿Quién podía saber el daño que nos hizo? Ahora te veo sentado en ese lugar donde estaba nuestra casa, detrás de ti una gran tienda de electrodoméstico y un señor fuerte de unos cuarenta y cinco años abrazándote y riéndose contigo. Te montas en su Mercedes Bentz y el hombre se detiene y mira a su alrededor con añoranza, de su cuello pende una cadena enorme y un medallón que dice Carlos. Adiós mi viejo, al fin has atrapado la suerte a tus sesenta y siete años de edad. Que te vayas bien y acuérdate que la vida normal es una falsa, no podemos seguir las ideas ajenas de hombres y mujeres plastificado por la sociedad. Viejo, aunque sean nuestros hijos.