Ubaldo Rosario Taveras
A: René del Risco
Bermúdez
Viejo mi querio viejo
ahora ya caminas lerdo
como perdonando el tiempo
yo soy tu sangre mi viejo
soy tu silencio y tu tiempo.
Piero.
Cuando olvidaba las
miradas de los sueños te veía a ti papá
despertándome a las seis de la mañana y te ibas a trabajar. En mi cuerpo aun
sentía el suspiro dormilón junto a la cama y al insistir mamá de que me
levantara ya desayunando estaba Carlos Manuel y listo para ir a la escuela. Por
las mañanas corríamos para tener las primeras butacas, entonces antes de llegar
a la escuela te veíamos laborar, era gracioso papá, con aquel mameluco
desteñido que decía en tu espalda “Ayuntamiento Municipal”. Muchas veces te
asustaba como en otras ocasiones te enojabas cuando Carlos Manuel te golpeaba
con las cascarillas de naranjas, tú les pedía las gomitas y lo regañaba con no
darle dinero. Carlos, embriagado de risas decía que era para matar lagarto en
la escuela, entonces te ponías cariñoso y nos daba suficiente para el recreo.
Luego sin ton ni son levantaba el palo del escobillón y ordenaba no correr,
pero corríamos papá. Los viernes te
encontrábamos bien vestido y preparado para ir a jugar dominó con tus amigos.
Te recuerdo, porque hoy he aprendido a valorar a los mendigos, entonces
rememoro el eco de tu voz a lo lejos diciéndome “dale duro en la cara, no
voltee el rostro cuando te den”. Pasaba un asalto y veía tu rostro con aquel ojo fijo en mí.
“Peléale cuerpo a cuerpo”. Volvía y revisaba mis guantes, sí que me animaba
papá. “Dale un upper cut,” y yo casi corría
porque Luis era mucho mayor y fuerte. Insistía de nuevo pregonando, “un jab en la cara, Luis es un pendejo”. La pelea terminaba al enterarse mamá que tú
apostabas a mi favor y tomado del brazo me sentaba junto a ella mientras cosía
la ropa por encargo de alguna vecina. Desde la ventana veía el espectáculo del
barrio, gritaban los muchachos y tú animabas a Carlos Manuel. Librado,
víctor, Eddy, Juan, Julio y Sandi, estaban listos para
la competencia. Entre risas limpiaba la gafa oscura y la colocaba en tu
cara como si fuera ella un miembro de tu cuerpo. Sin la gafa era ver otro
hombre con la mirada astuta de un cíclope.
La seis de la tarde, mamá mandaba a comprar carbón y
cuaba ordenándome encender el anafe, pero tardaba porque Carlos Manuel se
preparaba a salir, tenían que darle la vuelta a la manzana y de súbito sacaba
la cabeza del comercio y te veía mi viejo, levantando y trasladando a mi
hermano entres tus hombros, cambiaba cinco pesos en cheles y reunía a los
muchachos. Yo corría con la lata del carbón, en muchas ocasiones no me daba
tiempo de llegar a casa y regresar. Esperaba, de momento los centavos bajaban cuando los sonidos mágicos del metal despertaban
mi avaricia y golpeaba por tomar uno, dos o tres cheles. Luchando contra Luichi
o Joselo y los demás corrían hacia otro lado buscando la lluvia de monedas.
Feliz me levantaba escuchando mi nombre y huía a la casa antes que mamá me
llamara de nuevo. Al enterarse ella de tu paradero con el radio de pila
esperando que Las Águilas Cibaeñas ganaran, me dejaba salir. Antes que la noche
se desplomara, los muchachos nos reuníamos a jugar belluga. Dos cheles con el
rostro de Lincoln lo utilizábamos para comprar uno de palmita, era una reliquia
un chele de palmita y si la fecha era
vieja de años atrás, dábamos tres. Los centavos con la efigie de Duarte o
Caonabo, valían más que lo de Lincoln; pero al
fin todos los perdíamos en el juego o algún jalao o riqui taqui cuando pasaba
tío.
Afeitándote en una ocasión me gritaste enojado y me
devolviste a correazo a buscar el vuelto donde el pulpero. Como quisiera que
ahora me reconociera, pero no lo hará, estoy más fuerte y viejo. Mi cabeza está
poblada de canas y he perdido varios dientes. Tantos años sin ver el sol ha
blanqueado mi piel y no hay forma de que reconozca aquel muchacho que te sacaba
las caspas mientras escuchaba la radio. “Mil doscientos veintinueve, ciento cincuenta pesos, ochocientos veinte,
ciento cincuenta pesos, trescientos treinta y uno, ciento cincuenta pesos, mil
novecientos sesenta y siete, Premio Mayor, uno, nueve, seis, siete. Premio
Mayor, mil novecientos sesenta y siete. Premio Mayor, sesenta y siete”. Te
levantaste de alegría y los vecinos estaban con una gran algarabía en la puerta
de la casa, sabían que tú tenías cinco años jugando ese número abonado y no
tardaste en comprar la casa donde
vivíamos alquilados y la construiste de blocs. Mamá dejó de hacer los dulces y
Carlos se alegró de no venderlo más, hasta tío dejó de vender los Riqui taquis
que tú y él preparaban en las noches. Ese día cambió nuestra vida, Carlos
Manuel tuvo su primera bicicleta pero no dejaba de fugársele a tío en la de
carga y burlarse de él.
Sesenta y siete, a partir de ese número sentí que los
años pasaban más rápidos, sin darnos cuentas éramos hombres, decían que éramos
adolescentes, pero Carlos Manuel y yo sabíamos que éramos hombres. Hasta nos
caíste a trompadas y me sorprendí que no
usaras la correa y todo porque nuestra prima tenía amores escondido con los
dos. Carlos y yo, celosos, no aceptábamos que estuviera con el otro y con los
golpes sentimos que mamá se iba enterar, le temíamos tanto que decidimos
compartirla. Pero lo que Carlos Manuel no sabía era que mientras él
dormía, Julia se entregaba así
todita para mí solo. Era emocionante
verlo dormir cuando me excitaba con los
gemidos de mi prima, era hermoso sentir su cuerpo desnudo templando contra el
mío. Un día se descubrió el embarazo. El miedo me dividió en dos, estaba tan
asustado que sentía el mundo en mi espalda. En el taller avanzaba en el trabajo lentamente y me daba a
las risas, esa parte de mí me gustaba, pues estaba lejos de las preocupaciones.
Al llegar a la casa, la otra parte de mí me golpeaba, sentía como si una
agujeta me agujereaba el estómago, Julia me miraba y mi corazón sangraba,
parecía como si alguien le cayera a patadas. Era horrible actual así enseñando
un rostro no acostumbrado al engaño. Trataba de buscar el otro lado de mí y
aliarme a la tranquilidad, y no lo lograba. Sólo servía para disecar la
realidad en una calma que no existía en
mí. Sin darme cuenta te acercarte a mí papá y dijiste lo que te dijo una vez tu
amigo el Síndico que asumiera una actitud
conformista cuando no podía resolver una crisis porque la reacción de la
vida normal es una falsa, que no tratara de seguir ideas ajenas de hombre y
mujeres plastificado por la sociedad. Mi viejo, no comprendí sobre el
significado de hombres y mujeres plastificado, pero me sentí contento cuando el
mundo no estaba en mi espalda. Decidí hablar con tío y en ese momento Carlos
Manuel saltó de alegría junto a él que insultaba a mamá, afirmando que no debió
dejar ir a su hija a vivir a nuestra casa y ayudarla en los oficios. Nunca
imaginé que mientras trabajaba en el taller, mi hermano y Julia se bañaban
juntos. Imaginé todo lo que se puede hacer en el baño y especialmente con mi
prima. Siete meses después, Julia estuvo de parto. Ll bebé era hermosa, Julia
nunca pudo decirme quien era el padre. La niña se parecía a los dos y Carlos y
yo teníamos el mismo tipo de sangre. La
prima y mi hermano se mudaron, me sentí solo y le insistía a mamá de que lo
convenciera. No lo logró, a mi hermano los celos le carcomían el estómago.
Desde ese día me di a la bebida. Embriagado tuve una revelación, la vida se
vive sola, independientemente de nosotros. El mundo circundante era un absurdo,
me gustara o no. Julia no era una mujer,
era una diosa, recordarla era idolatrarla con una botella de agua ardiente. Una
mañana te enteraste de la huida de Carlos Manuel a Puerto Rico. La yola
naufragó, muchas personas ahogada y desaparecidas. Mamá lloraba contando entre
sus dedos las bolitas de un rosario. Julia pregonaba “se lo dije”. Tú no
soportaste que en la noticia informaran lo sucedido. Buscaste a tío, se marcharon
a Nagua y regresaste con él, fue un milagro. La familia lo besaba y le
aconsejaba. Yo estaba solo y borracho mirando como Julia lo abrazaba y
acariciaba. Estaba solo y abandonado mirando a la familia admirándolo. Estaba
solo, sin mi cuerpo, sin mi voluntad. Solo con una botella en la mano. Solo,
acompañado de una botella vacía, una botella que me había dado el poder de ser
lo que era, un amargado. Entre las alegrías te veías corretear con la nieta,
traté de pararme y caí hiriendo los codos. Mamá se acercó y sollozando me decía
en mis oídos, “no beba más, mira el cielo, allá el altísimo te concederá pronto
una buena mujer”. Yo levanté el rostro al firmamento y recordé cuando tú nos hiciste las chichiguas, la de
Carlos Manuel se reventó y corrimos en
busca de ella, pero nadie la pudo atrapar, ella cayó allá en la finca de
Pacheco entre esas matas de cambrones llenas de espinas. Mamá me abrazaba en el suelo y trataba de limpiarme las
heridas y sonreí. Lo hice porque fue igual cuando monté en mi propio carrito de
cajebola, tú lo había hecho para los dos. Los muchachos y yo echábamos
competencia y el ruido desde la calzada molestaba a los vecinos y al salir uno
de ellos que siempre nos echaba agua, yo traté de pararme en plena velocidad,
lo hice y me fui de boca. Me rapé los codos
y los labios, tú mi viejo,
mandaste a comprar mentiolé, yo gritaba, ay... papá ya no me duele, papi, te
digo que no me duele. Carlos Manuel se revolcaba de la risa. Sí que me hizo
reír el recordar mi infancia, mamá se dio cuenta y con ternura me abrazó más
fuerte. Mi vida cambió, esta vez regresaba a los estudios, te había prometido
terminar el último año del bachillerato. La razón de mi nueva actitud, fue por
la promesa a Carlos Manuel de conseguirle Visa, nadie lo sabía, estaba contento,
si mi hermano salía del país, yo podía volver con Julia. Los meses transcurrían
y un día visitó nuestra casa aquel quien fuera una vez Síndico en los tiempos
cuando trabajabas en el Ayuntamiento Municipal. Lograste junto a él la Visa de Carlos Manuel. Qué
alegría, se hizo un baile y mientras gozaban, en la oscura habitación, aquella
que había compartido desde la niñez con
mi hermano, ahí donde unos años antes había perdido la inocencia, me reconcilié
con Julia. Al claudicar la fiesta, reuniste a la familia y nos informaste de la
hipoteca. La misión de Carlos Manuel, era trabajar y mandar dólares, lo
suficiente y no perder la casa. Mi misión fue trabajar y mantener la familia,
con esos fines alquilaste un terreno y compraste las cajas de herramientas. Fue
lindo mi viejo, obsequiarme un taller.
Al emigrar Carlos del país, me aconsejaste, has esto y
lo otro. Especialmente no podía seducir a mi prima. La familia la vigilaba, y
cada día que pasaba era yo más temperamental, solitario y contradictorio. Controlaba
a mi cuñada de una manera enfermiza. Nos veíamos fuera de la ciudad. Luego me
sentí poseído de un apetito amoroso, fuerte y sano. Soñaba con una vida
profesional e ir a la universidad. Tú mi viejo te oponías a ese modo de vida,
me hablaba de Carlos Manuel, de mi madre, de los dólares, de no desear la mujer
ajena. Pero quería estar con ella, Julia me transformaba en un ser encantador y
gracioso; aunque en mí interior era duro y no aceptaba ningún compromiso. Eso
siempre le molestó a mi prima, reprochaba que yo debiera ser su marido, fui
el primero en saber del embarazo y me lo
había dicho para que la tomara como mujer. Pero no lo hice, ahora recuerdo a la
familia, constantemente peleaba contra mí. Tío sacaba de vez en cuando un colín
si no dejaba en paz a su hija, no lo hacía por ella, ni por la buena moral,
sino por los cinco y diez dólares que le llegaban en cada carta. Se complicó
más la relación familiar. Julia se mudó con sus padres y tú mi viejo me
dabas fuerza y valor, siempre fuiste un
ser bondadoso y dispuesto al sacrificio; no me dejaste solo. Los meses sin ella
era un cielo sin ángeles y sin Dios. Estaba incómodo, era un pobre diablo lleno
de ansiedad queriéndole demostrar a los demás que mi vida estaba llena de amor
sin Julia. Esa actitud me enfermaba. Empecé a tomar, cada botella de alcohol
sacaba el sufrimiento más profundo de mi alma,
había maldecido tanto que creo haberla perdido, lo sacaba de allá, de
aquel abismo oscuro y desdichado que estaba en mí. Así quería estar, que Julia
supiera de mi sufrimiento. Varias veces recibí correspondencia en papelitos,
recuerdo uno. “Mi amor no tome más, cada vez que me encuentro contigo así
borracho, siento que mi amor por ti va muriendo. Siempre te he amado por ser
alegre y trabajador”. Hasta tú mi viejo me admiraba por trabajador. El taller
estaba abandonado y decidiste venderlo. Desde ese día el dinero escaseaba y era
difícil un trago. Pensé, dejar la bebida y reconciliarme con la familia, ser
más astuto y engañar a todos para verme a escondida con la mujer de mis sueños.
Era tarde mi viejo, Julia estaba embarazada de Luis, de ese maldito que tanto
golpes no habíamos dado desde niño. Él la mudó y Carlos Manuel dejó de escribir
y de mandar los dólares. Tú casi enloqueciste al ver que nuestra casa hipotecada
se iba a perder. Lloraste, hasta mamá lloró y nunca la había visto llorar. Yo
enloquecí y vendía los ajuares de la casa y tomaba. Cada día era una eternidad,
no llegaba el día de mi felicidad. Tomaba, tomaba mientras tú paseabas con tu
nieta buscando ayuda con tus viejos amigos del Ayuntamiento, ninguno te pudo
ayudar, ni el ex – síndico, ni la suerte. Desde lejos veía que lloraba en la
habitación abrazando a tu nieta, abrazando quizá a mi hija, abrazando a la niña
que yo nunca amé por estar buscando el amor de su madre. La niña era el único
trofeo de amor en la familia. Tú lo sabías y la abrazaba junto a mamá cada vez
que llegaba la mensualidad para el pago. Mamá escribía, todos los días mandaba
sus cartas; pero Carlos Manuel no respondía.
Una noche enloqueciste, tenía que entregar la casa, el
hogar de tu vida, el hogar que siempre soñaba con tu escobillón al hombro barriendo cada calzada y contén de
cada barrio y sin ton ni son te sonríe la suerte, el número sesenta y siete te da lo soñado. No había forma, tus
sueños no eran pesadillas sino la misma vida despedazándote poco a poco.
Tomaste cada uno de los recibos de pago de la hipoteca y con ellos incendiaste
la casa, la gasolina distribuía las llamas mientras los gritos despertaban
desde el fondo de mi conciencia embriagada, el pánico. Despertó en mí el temor
a la muerte, aunque era ya un muerto que pasaba por la vida sin ton ni son. El
incendio sumergía a la altura hacia la iluminación de sus llamas que a la vez
me quemaba los ojos. En verdad, no desperté por los gritos, lo hice porque los
ratones cruzaron sobre mí, escuché la
voz de mi madre. Lloré, mamá donde está... donde está... Lo busqué a ambos y no
los encontrabas, sólo escuchaba las voces
de auxilio pero no podía hacer nada, el aire se desvanecía, el humo me
provoca tos y mi piel no resistía el calor y me desmayé. No, no me había
desmayado, vi a los bomberos socorrerme.
Todo quedó en cenizas y con los muros ennegrecidos. Los amigos me decían que te
sentabas a llorar y sin comer frente a la ruina. Mientras tú añorabas lo
perdido papá, yo cumplía condena de veinte años. Por la ventana de la prisión
observaba un edificio en construcción, “miren muchacho, a tres manzanas de allí
vivía yo”. Los presos no se inmutaban; pero yo seguía mirando y traté de
olvidar. No a mi madre que tanto lloró en el juicio pregonando mi inocencia. No
pude olvidar a Julia y a tu nieta.
Las prisiones son duras, dicen que son para reformar y
educar a los delincuentes. Solos los presos saben que están para castigarnos.
Lo peor de la prisión no era estar enclaustrado sin salir al patio, era que cada domingo nunca llegaba visita.
Las madres nunca abandonan a sus hijos sin importar si es un desgraciado; pero
mi madre nunca fue, estaba enferma. Ocho años después me enteré de su muerte. Ese día lloré porque
me parecía que había muerto en ese instante. Me acerqué a la ventana gritando,
mamá... y vi un perro flacucho y sarnoso
que buscaba de comer en un basurero, yo seguía gritando y llamaba a mi madre,
ay madre mía no sabes cuantos te amé, ese día quería ser aquel perro y correr a
donde ustedes, no quería se un perro para ser libre. Sin importar donde
estuviera, sólo quería estar con ustedes papá, quería levantarte de esa esquina
frente a la ruina de nuestro hogar y llevarte a volar chichigua, boxear y verte
reír mi viejo. Pero no; mientras gritaba
la muerte de mamá nada más escuchaba la queja del provot.
No piense que hoy te recuerdo sólo porque he salido de
la cárcel o porque los mendigos tengan algún significado para mí, no papá. Lo
que pasa es que hace media hora que te di la limosna y al no reconocerme porque
tiene tu único ojo casi ciego por la quemadura, me ha cogido con llorar y
recordar los buenos y los malos tiempos. Hace un rato cuando venía hacia acá
recordaba la canción. Mi pueblo ya no es
pueblo/ es una ciudad cualquiera/ con los edificios altos/ y con largas
carreteras./ Mientras tarareaba vi a los lejos en una tienda de variedades a
Julia ¿Quién podía saber el daño que nos hizo? Ahora te veo sentado en ese lugar
donde estaba nuestra casa, detrás de ti
una gran tienda de electrodomésticos y un señor fuerte de unos cuarenta y cinco
años abrazándote y riéndose contigo. Te montas en su Mercedes Bentz y el hombre
se detiene y mira a su alrededor con añoranza, de su cuello pende una cadena
enorme y un medallón que dice Carlos. Adiós mi viejo, al fin has atrapado la
suerte a tus sesenta y siete años de edad. Que te vayas bien y acuérdate que la
vida normal es una falsa, no podemos seguir las ideas ajenas de hombres y mujeres
plastificados por la sociedad. Viejo, aunque sean nuestros hijos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario