Facilitador: Máximo Vega
Fuente: maximovega.blogspot.com
“Entre las personas que se dedican a la crítica y a la literatura en general, es muy común la opinión de que el cuento es el más difícil de los géneros literarios. Sin embargo, los que escribimos cuentos no compartimos en forma unánime ese criterio”. Estas palabras las escribió don Virgilio Díaz Grullón en el año 1984.
A lo que se refería don Virgilio en este artículo publicado en el periódico El Nacional hace tantos años, era a que un buen cuento depende de un buen escritor, y que lo difícil realmente es hallar un buen cuentista. El arte, en este caso la Literatura, se resiste a toda clase de preceptiva. Todo intento de sistematizarla es inútil. El lector, el gran olvidado, es quien tiene la última palabra. Ni el crítico, que es un lector interesado y prejuiciado debido a su excesivo conocimiento y a su voluntad de juzgar, ni el analista, ni el investigador. Es decir, en el caso del cuento y continuando con don Virgilio, a un cuentista nato le resulta fácil escribir un cuento, así como a un gran poeta le resulta más o menos fácil escribir un poema. Para los fines de este coloquio, podríamos entonces afirmar que es imposible aprender el talento o la intuición, o lo que cualquier maestro del género llamaría el olfato, el pálpito, pero sí es posible aprender una técnica, una artesanía, y esa técnica servirá tanto al cuentista talentoso como a aquél que sólo redactará obras ligeras que lo harán felices a él y a sus amigos, aunque sus amigos sean millones de personas que crean que están leyendo algo importante, pero que, de alguna manera, podríamos decir que se encuentran bien redactadas.
Un cuento es, más que otra cosa, movimiento. Bueno, antes que nada es un género literario de ficción escrito en prosa, que debe ser breve y conciso, etc., etc., pero un cuento está basado en el movimiento, en el acontecer. Su capacidad de llamar la atención se basa en ese movimiento, en que aquello que está escrito se mantenga moviéndose, fluyendo, desde el principio hasta el final, lo cual significa que en un cuento deben suceder cosas desde que empieza hasta que termina. Este movimiento viene dado, por supuesto, debido a que la vida misma es así, lineal y vertiginosa, y un cuento debe dar una sensación de vitalidad. Un cuento debe ser breve, y con breve no quiero decir que debe tener dos o tres páginas, o cuatro, sino que su brevedad debe estar dada por la concisión, por la escasez de los recursos con que está escrito, y no al contrario. “Continuidad de los Parques”, el famosísimo cuento de Cortázar, tiene apenas dos cuartillas, pero “La Muerte de Iván Ilich”, de Tolstoi, tiene más de cincuenta. Ambos son cuentos, por supuesto, pero “La Muerte de Iván Ilich” es un cuento más amplio debido a que la historia lo requiere. No se puede contar la agonía y la muerte de un hombre mediocre que no desea morir en dos o tres páginas, así como Cortázar no tenía la necesidad de contar la historia de un hombre que lee una novela en más de cincuenta. “Una Vuelta de Tuerca”, de Henry James, es un cuento largo, pero es una narración que empieza como una historia oral, es decir, un cuento que es narrado por alguien que desea contar una historia una noche brumosa alrededor de una chimenea, y sin embargo, a pesar de su considerable tamaño, recorre su camino certero hasta su final sorpresivo y extraordinario, como la flecha lanzada por Quiroga en su famoso Decálogo del Perfecto Cuentista.
¿Qué significa que un cuento debe mantenerse siempre en movimiento? Quiere decir que debe empezar con una acción y terminar con otra, con un suceso. El enemigo principal del cuento es el tiempo, así como el tiempo puede cesar nuestra vida y detenernos. La vida se encuentra hecha de tiempo, de movimiento, y un cuento debe parecer lleno de vida; es conciso y breve, porque la extensión desmedida detiene su camino y provoca una sensación de laxitud, de lentitud reflexiva que provoca desinterés. Pero no significa, de ninguna manera, que debamos ser específicamente esquemáticos. Mis cuentos, por ejemplo, en ese sentido son atípicos: se aprende una artesanía para comenzar a transgredirla. Un cuento debe empezar con una acción, pero, ¿quién determina qué tipo de acción debe ser? ¿Será extraordinaria, sorprendente, nula, cotidiana; cómo debería ser? Bueno, precisamente, eso debe decidirlo el escritor, sin dejar de pensar en un lector posible, en aquél que él quisiera que leyera su historia. La Bhagavad Gita, uno de los libros sagrados que componen Los Vedas, que se ha coincidido siempre en que son precursores de lo que hoy llamamos “cuento”, empieza con una pregunta, y todo el libro intenta responderse esa sola pregunta, a través de pequeñas historias; “Una Vuelta de Tuerca” tiene dos principios: el principio del libro, que es el de un hombre que va a contar un cuento de misterio, y que trata de atraer el interés de sus oyentes, y el principio del cuento de misterio que ese hombre está contando. Yo mismo tengo un cuento que tiene dos principios y dos títulos, puesto que el cuento empieza con la explicación de que la historia que se leerá se parece mucho al cuento de Juan Bosch “Rumbo al Puerto de Origen” (el primer título es “Rosario, El Infame”), y luego se llega al título y al cuento que ya he explicado que se parece al de Bosch (“El Otro Juan de la Paz”, lo nombré).
Aprovechando la coyuntura, podemos hacer un ejercicio simple y realizar un breve recorrido a través de varios principios de algunos cuentos de autores reconocidos, para que se note más claramente lo que estoy indicando. Al mismo tiempo, podemos examinar el estilo de cada autor, la forma en la que cuenta:
De “El Otro Cielo”, de Cortázar:
“Me ocurría a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedía terreno, aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra”.
De “El Sur”, de Borges:
“El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino”.
De “Un Sueño Realizado”, de Juan Carlos Onetti:
“La broma la había inventado Blanes; venía a mi despacho –en los tiempos en que yo tenía despacho, y al café, cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo- y, parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza –cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener-, aquella cabeza sin una sola partícula superflua, alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca: “Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet”.
De “Eveline”, de James Joyce:
“Sentada a la ventana vio cómo la noche invadía la avenida”.
De “Sábado de Gloria”, de Mario Benedetti:
“Desde antes de despertarme, oí caer la lluvia”.
De “La Punta” de Charles D'Ambrosio:
“Me había quedado despierto después de mi pesadilla, una pesadilla en la que mi padre y yo comprábamos globos de helio en un circo”.
Etc., etc.
El principio puede ser poético y contemplativo, como lo es el cuento de James Joyce, largo y vertiginoso, lleno de incisos, como en el de Onetti, reflexivo y que parece no decir nada, como en el de Cortázar, impactante, contradictorio, como en el de Charles D'Ambrosio, extraño y corto, casi absurdo, como el de Benedetti. ¿Qué significa esto? Que yo puedo empezar mi cuento de cualquier forma, siempre y cuando ese principio posible implique un movimiento, un fluir, que dé el tono del cuento y que debe permanecer hasta el final. Cada gran autor cuenta de forma diferente. ¿Cómo son los cuentos de Chejov?, son historias ordinarias en las cuales los personajes recorren sin aspavientos sus vidas mediocres, sus cotidianidades; ¿cómo son los de Bioy Casares, o los de Borges?, son cuentos fantásticos en los cuales suceden hechos extraordinarios, inusuales, artificiales; ¿cómo son los de Edgar Allan Poe?, son historias extraordinarias en las que a veces intervienen fuerzas metafísicas, sobrenaturales. Todos ellos cuentan cosas disímiles, algunas comunes, cotidianas, mediocres; otras extraordinarias, fantásticas, sobrenaturales; algunas bellas y poéticas, otras terribles, atroces, desconcertantes. Pero todos ellos son grandes cuentistas.
Ahora bien, debemos tomar en cuenta además que un cuento es un hecho producido por el lenguaje. Aunque proyecte la ilusión de vitalidad, lo que leemos son palabras; José Donoso va más lejos y le advierte a su lector que el libro que tiene entre sus manos está hecho de manchas de tinta sobre un papel. Es decir: el conocimiento profundo del lenguaje nos hará mejores escritores, puesto que el medio a través del cual el narrador cuenta sus historias es el idioma. Un narrador no es como un poeta, que piensa en el lenguaje en sí mismo para crear; es decir, para un poeta las palabras son como flores que debe plantar para llenar su jardín, o árboles que, juntos a tal o cual distancia, conformarán un bosque. El narrador piensa en una historia, y construye su historia con palabras. Cuando el poeta trata de escribir su poema, piensa en las palabras que conformarán el poema; no piensa en el tema, ni se detiene siquiera en el objeto que provocará su catarsis verbal; debe pensar en las palabras que edificarán su poesía. El narrador lo hace al contrario: empieza por inventar, crear una historia en su cabeza, independientemente de cómo será contada, y luego, cuando cree que esa historia necesita ser dicha, se sienta a escribir, y entonces brotan, prácticamente por sí mismas, las palabras. El problema es, como nos dice Umberto Eco, que un narrador debe contar una historia, y a veces la historia en sí misma es más importante que la forma en que está contada, como sucede con Alejandro Dumas, Julio Verne o H. G. Wells. Aunque, al final, el medio en el que se mueve el narrador siempre es el lenguaje, y por lo tanto debe conocerlo profundamente.
Entonces tenemos ya varias características del cuento que repiten hasta la saciedad los maestros del género, y que ha sido escrito en anteriores manuales, ensayos, tratados y decálogos: un cuento debe ser tan breve como lo requiera mi historia; debe ser conciso, sin adornos, perífrasis, accesorios, descripciones, reflexiones innecesarias; debido a que un cuento es un género literario, debe estar escrito con un lenguaje impecable, gramaticalmente exacto, sintácticamente perfecto, o por lo menos hasta el límite en que la capacidad del escritor o la imperfección propia de todo lenguaje nos lo permita.
Entonces, ya al final, nos detendremos brevemente en la última virtud que debe tener todo cuento, y que lamentablemente no se encuentra dada por la preceptiva, porque no depende de la técnica. Esa cualidad tiene que ver con la capacidad expresiva del autor, es decir, la necesidad del escritor de expresarse a través del lenguaje, a través de él como si penetráramos en un fluido, en el aire o el agua, por ejemplo, sin instrumentalizar ese lenguaje, y por lo tanto sin corromperlo. Un escritor no cuenta solamente una historia, sino que se expresa a través de ella, muestra al lector su visión particular del mundo, del alma humana, de la realidad. La estructura del mundo es sumamente complicada, su complejo armazón no solamente material sino metafísico y existencial, ontológico: un escritor se hace preguntas sobre esa complejidad, aunque su función no es dar respuestas. Trata de expresarse con el lenguaje; un poeta lo hace a través del verso, un narrador nos cuenta una historia. Realmente, todo narrador trabaja con un principio pedagógico, en la acepción menos usada de la palabra: el escritor trata de mostrar algo que él piensa que ha descubierto, pero que es posible que sus lectores ignoren. Trata de enseñar, en el sentido de que mostrar es uno de los sinónimos de enseñar. Umberto Eco nos dice que algunas poéticas de la narratividad sostienen que el lector aprende algo sobre el mundo; otras, que aprende algo sobre el lenguaje; pero siempre aprende. En todo caso, el escritor trata de llamar la atención sobre algo que a él le interesa, y que piensa debe convertirse en una preocupación colectiva, por eso lo comparte con sus lectores. A veces lo que le interesa brota de manera inconsciente, y a esa manifestación espontánea le llamamos intuición; otras veces el escritor narra con conocimiento de causa, conciente de lo que escribe y de lo que quiere decir. Un escritor que no se expresa, y que sólo le preocupe escribir artificios técnicamente impecables, artilugios extraordinarios, brillantes y hermosos, pero carentes de vitalidad (la vida es la materia prima de un cuento), es posible que gane muchos concursos literarios, pero no podrá crear una obra de arte. Un cuento debe contener la vida que nos rodea, el alma del escritor y su visión de la realidad, lo que ha sido dicho cientos de veces, pero como nos dice Gide, hay que seguirlo repitiendo porque parece que nadie escucha, y considero más loable expresarse de manera imperfecta, pero sincera y total, que poseer una técnica impecable que nos permita decir absolutamente nada, crear historias vacías, carentes de toda humanidad.
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