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sábado, 19 de septiembre de 2020

Sandra Tavarez, Cuentos: Silencio e Incontinencia

 

Sandra Tavárez (Santiago de los Caballeros, República Dominicana).

Licenciada en Contabilidad por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA).  Habla inglés, francés, italiano y portugués. Libros de cuentos publicados: Matemos a Laura (2010), Límite Invisible (2012) y En tiempos de vino blanco (2016).

Obtuvo Mención de honor en los siguientes concursos de cuentos: Primer Concurso de Cuentos sobre Béisbol, de la Secretaría de Estado de Cultura (2008), XVI Concurso de Cuentos de Radio Santa María (2009), II Concurso de Cuentos sobre Béisbol de la Secretaría de Estado de Cultura (2009),  XXII Concurso de Cuentos de Radio Santa María (2015) y en el  XIV Concurso de Cuentos de la Sociedad Cultural Alianza Cibaeña (2015).

Reconocimientos recibidos: “Joven Escritora” (2012), Taller Virgilio Díaz Gullón del Centro Universitario Regional de Santiago (CURSA-UASD). “Embajadora de la Paz” (2017), por la Federación por la Paz Universal. Medalla al Mérito Femenino Hermanas Mirabal (2018) por el colegio Padre Emiliano Tardif. Sus cuentos han sido incluidos en varias antologías. 

Perteneció al Sistema Nacional de Creadores Literarios (SINACREA). Es coordinadora del Taller Experimental de Literatura, de la Leal Logia Juan Pablo Duarte y es miembro del Taller de Narradores de Santiago.

 Cuentos:

1-Silencio 

2- Incontinencia


                                                                     Silencio

Mención de Honor, Concurso de Cuentos de la Alianza Cibaeña

Despierto, con la misma pesadez de todos los días. Ese deseo de permanecer inmóvil sobre la cama, de no abrir los ojos para no confirmar que el día ha comenzado. Trato de encontrar una frase dentro de mí, que me obligue a salir de este lecho. Finalmente, la encuentro y me levanto. Empieza la rutina, me aseo, elijo la camisa blanca, el pantalón gris, la corbata verde. ¿Por qué verde? Bueno no importa, termino de arreglarme y salgo de la habitación. El chofer del autobús escolar ha sonado la bocina por tercera vez, es casi una advertencia, los niños corren, los demás nos quedamos a la mesa, yo sólo tomo café y me marcho.

Al salir a la calle respiro profundo. Otro día, otro dólar. ¿Dónde habré escuchado eso? Tal vez en alguna película norteamericana. Aunque para mí no es seguro que signifique otro dólar, ni siquiera otro peso. Me dirijo a una entrevista de trabajo, por eso me inquieta la corbata verde. La oficina de reclutamiento no está lejos de aquí, decido ir caminando.

Al llegar, el guardián abre la puerta, lo saludo, pero no emito ningún sonido. Me asusto. Aún así avanzo hacia la recepcionista. Mi “buenos días”, no se escucha. Ella no parece notarlo. Me pregunta si soy el de la cita de las ocho, asiento con la cabeza. Me pasa un formulario y me señala una de las sillas del fondo para que lo llene.

Sentado, observo el papel como idiotizado, pasados unos minutos, otra joven viene a recoger el formulario, al ver que está en blanco, de manera dictatorial me espeta: “¿señor, está seguro que quiere aplicar para este puesto?” Vacilo. Me pongo de pie y me marcho.

El sol golpea mi cara con violencia, empiezo a deambular por las calles de la ciudad, buscando entre los transeúntes el sonido de mi voz, regreso a casa al final de la tarde. Trato de contarle a mi familia, lo que me ha ocurrido. Es un esfuerzo inútil. Cada uno está envuelto en su propio mundo. Mi hermano chateando por el celular, con amigos invisibles que tiene en Europa. Los niños peleando por una crayola verde y mamá en los quehaceres de la cocina. Nadie ha notado mi mutismo. Ni en la calle ni en la casa.


Al día siguiente, aún recostado sobre la cama, empiezo a contar como quien está probando un micrófono: “uno, uno, uno”. Nada. Salgo a la calle con una nueva actitud, en algún momento mi familia notará que he dejado de hablar, hasta entonces, disfrutaré de mi mudez. Camino hasta el parque, mi silencio me permite escuchar mejor. Veo a un grupo de estudiantes que marchan, vociferando consignas, llevan pancartas que expresan sus reclamos. Recuerdo mis propios días de estudiante, cuando verbos como “reivindicar” tenían un sentido orientado a favorecer a los más desprotegidos, e “intensificar”, significaba que no nos rendiríamos, que lucharíamos hasta el final. Como estos jóvenes, llevábamos nuestras pancartas, mientras coreábamos nuestros reclamos. Hasta que la policía nos interceptaba, en ese tiempo los llamábamos
los cascos negros. Un día llegamos corriendo hasta el cementerio. Nos siguieron. Fue una carrera épica, saltábamos sobre las lápidas, y ellos nos imitaban. Al final, nuestra juventud unida a la adrenalina que proporciona el miedo venció la pobre condición física de los oficiales.

Los muchachos siguen avanzando. Algunos transeúntes se detienen por unos segundos, luego siguen su camino. En realidad, nadie los escucha. Como también, es probable, que nadie nos escuchara. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Nadie me escuchaba antes, por eso nadie ha notado que he dejado de hablar.

Miro alrededor, y presto atención a los detalles, las palomas frente a la iglesia, los limpiabotas del parque, la prisa con la que todos se desplazan, la mayoría hablando por sus celulares, suben y bajan escalones, entran a sus vehículos, conducen a su trabajo. Escucho dos mujeres hablando sobre un nuevo mosquito, que ha causado la muerte a muchos de nuestros ciudadanos. Veo a un loco hurgando en la basura y a un hombre que lo observa desde lejos. Veo, además, a una mujer muy angustiada, mientras revisa un papel que saca de su cartera.

Un nuevo día y mi reloj biológico me advierte que es hora de levantarme. ¿La misma rutina? Tal vez, no obstante, hoy es diferente, hay un silencio absoluto en la casa. ¿Será que todos se marcharon? Imposible. Salgo con prisa de la habitación. Todos están ahí, corriendo de un lado para otro. Alcanzo a ver el gesto del chofer del autobús escolar, amenazando con dejar a los niños. Sin embargo, no escucho nada.

El café está sobre la mesa, lo tomo despacio, luego salgo de la casa. En el camino me encuentro con una procesión que va hacia la iglesia, me adelanto para observarlos desde una de las bancas del parque, se ven cansados. A las diez de la mañana, de nuevo los estudiantes gritan consignas, ahora no los puedo escuchar.

Voy a un restaurante de comida rápida, es fácil, elijo una de las ofertas, señalo lo que quiero y pago lo que indique el volante. El dependiente me informa algo, le hago saber que no lo entiendo, él apunta hacia un letrero. Leo: “A partir de la próxima semana, los precios serán ajustados de acuerdo a la nueva tasa impositiva”. Pienso: nada que decir.

 


 

Amanece y me resisto a salir de la cama. Ignoro si aprobaron la reforma fiscal, o si es cierto que el nuevo mosquito ha llegado a nuestras tierras y la verdad no sé cuán importante sea eso en estos momentos. No puedo hablar, no puedo escuchar y noto que esta mañana empecé a volverme… invisible.

 

 

                                                          Incontinencia

 
Tres de la tarde. Aún estoy nerviosa por lo sucedido la última vez. Sólo faltan quince minutos para su llegada y entonces qué haré. ¿Y si no viniera? Quizás sea lo mejor. Pero no puedo contar con eso. De seguro estará aquí, puntual como siempre… ¿Y si me voy? No puedo. Debo permanecer ahí, anónima, con una aparente tranquilidad que me asfixia. Vacilo un poco, pero al final entro, me siento, respiro, espero y espero…

Llegó la hora… Escucho un saludo de rutina:

Buenas tardes.

Me ve, pero no me mira. Cierro los ojos y de repente siento su aliento cerca de mi cuello, sus manos tocan mis hombros y suavemente se deslizan por mi espalda. Toca mi vientre… Empieza a ascender y encuentra mi pecho y ahora son sus labios quienes imitan el recorrido, centímetro a centímetro, con pausas incandescentes. Mi pulso se acelera y un calor que me sofoca empieza a subir dentro de mí y ya no sé ni dónde estoy, mientras él repite mi nombre con insistencia:

Claudia… Claudia… ¡Claudia Ramírez!

Presente.


 


 

 

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